Siempre he creído en la existencia del demonio y del infierno. Pero está claro que tras mi encuentro con algunos poseídos esta creencia se ha visto reforzada. Desde luego hoy muchos no creen ni en la existencia del diablo ni del infierno, especialmente en la de éste, porque afirman que son incompatibles la bondad y misericordia de Dios con la eternidad del infierno, y por ello piensan que, si existe, está vacío, u ocupado solamente por los demonios.
Recuerdo que, hará unos cuarenta años, le pregunté a un vicario episcopal de Madrid: “¿Qué hacéis cuando os encontráis con un caso de posesión diabólica?”. Me respondió: “Muy sencillo, lo mandamos al psiquiatra”. Hoy no creo que me diese esa contestación, porque con la descristianización galopante de nuestros países, Cristo para muchos no es un punto de referencia y, como nos dice Jesús: “Quien no está conmigo está contra mí” (Mt 12,30); y ese espacio vacío el demonio se preocupa de ocuparlo, porque donde no está Dios, está Satanás. No nos extrañe por ello que hoy haya muchos más exorcistas y que todas las grandes diócesis tengan uno o varios. De hecho, muchos siguen los criterios que el famoso exorcista padre Amorth (uno de los efectos de la tesis de Pedro Sánchez es que ahora tenemos más cuidado en citar para que nadie nos pueda acusar de plagio) señala como básicos del satanismo: “Haz lo que te parezca, no obedezcas a nadie, sé tu propio dios”.
El episodio del Juicio Final (Mt 25,31-46) nos habla de una salvación o condenación eterna: “Éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna” (v. 46). Ahora bien, recordemos que, como nos dice el versículo 40, “cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”: justos no son sólo los que tienen una fe explícita en Jesús y actúan conforme a ella, sino también incluso aquellos que no conociéndole expresamente, practican con el prójimo el amor y la misericordia.
El Catecismo de la Iglesia Católica dedica sus números 1033-1037 al infierno. En el nº 1035 leemos: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, ‘el fuego eterno’”. Varios Concilios, entre ellos el Vaticano II (cf. Lumen Gentium 48), confirman esta doctrina.
Por supuesto, en el asunto de nuestra salvación, Dios no es imparcial ni le da lo mismo que nos salvemos o nos condenemos. Recuerdo que, cuando era adolescente, un sacerdote me dijo: “Dios va a hacer contigo todas las trampas que pueda, menos cargarse tu libertad, para llevarte al cielo”. Y es que Dios no quiere imponernos su amistad, quiere que le amemos libremente, pero si así lo hacemos, es para Él un motivo de alegría. En Lc 15,7 se nos dice: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Pero de ahí a afirmar que el infierno está vacío me parece que es un paso que se da indebidamente, y no coincide además con las visiones que grandes santos como Santa Teresa de Jesús o Santa Faustina Kowalska han tenido de él.
Ahora bien, Dios no es el autor del infierno. Basta con que el hombre opte consciente y voluntariamente por una vida sin Dios. Dios respeta nuestra decisión y, como Él es la Vida, lo que resulta de nuestro rechazo a Dios es la muerte eterna. Pero, ¿somos suficientemente libres como para merecer el infierno? Dios “no quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 Pe 3,9). Pero la suerte del hombre no se decide solamente por nuestra actitud de fe o incredulidad con Dios, sino también en nuestra actitud ante nuestro prójimo, criatura e imagen de Dios, y aquí la Historia está llena de crímenes horribles y grandes maldades que van endureciendo a algunos hasta llevarles a un rechazo total de Dios. Al infierno va quien actúa contra la voluntad de Dios y no quiere arrepentirse. No nos olvidemos de aquellos que, entre Dios y Satanás, han escogido a Satanás, dejándose seducir por él, y recemos por ellos.