La experiencia de culpa la tenemos todos. Somos personas, pero no autosuficientes, por lo que debemos responder de nuestra existencia, y además no siempre nuestro comportamiento es bueno ni responsable.
La falta, percibida por el no creyente como culpa ante su conciencia, adquiere para el creyente la calificación de pecado. La razón es la relación del creyente con Dios. No existe pecado, en el pleno sentido de la palabra, más que en referencia a Dios y a la vida a la que Él nos llama. Pero de una manera u otra, todos somos llamados por Él y por ello hemos de responder de nuestras malas acciones.
El sentimiento de culpabilidad puede ser muy valioso, porque con sus premoniciones impide el mal obrar y con el malestar consiguiente me apremia a desaprobar lo injusto y evitarlo en lo sucesivo. Todo ser humano lleva en sí abundante material para unos sentimientos de culpabilidad justificados, en cuanto nos recuerdan que hemos hecho el mal y omitido el bien.
Pero ante nuestra culpa podemos reaccionar con remordimiento o arrepentimiento. La diferencia fundamental entre ambos está en la aceptación o no de la gracia divina y de la esperanza que lleva consigo.
El remordimiento es ese estado anímico malsano del hombre que no puede aceptar el hecho de haber cometido una falta, pero rechaza la conversión. El remordimiento genera angustia, en cuanto se fija sobre todo en uno mismo y se aleja de los demás, dejándole bloqueado en el sentimiento de culpabilidad, haciéndole persistir en el pecado y llevando incluso hasta la desesperación.
En cambio el auténtico creyente arranca los remordimientos de raíz; y como ha puesto su confianza y esperanza en Dios, sabe que nada es irremediable y pone su falta ante un Dios que nos reconcilia, nos concede el perdón y nos ha prometido la salvación. Pero en el sacramento de la penitencia se buscan también otras cosas: el deseo de "ponerse en regla" y volver a encontrar la perdida paz interior.
El auténtico arrepentimiento hace del culpable un responsable que afronta su falta con lucidez y humildad y le lleva a una actitud positiva de saber pedir perdón e intentar reparar el mal cometido, superando tanto el convencimiento de que el perdón es automático, con lo que se niega la exigencia moral y nos concedemos así un cierto derecho a la falta, como el simple lamento sobre el comportamiento pasado incorrecto, con un auténtico dolor por el sufrimiento que he ocasionado al prójimo.
El arrepentimiento solo no aporta nada. No hay regeneración por el simple arrepentirse, se requiere el perdón de aquel contra quien se ha pecado. La única receta eficaz es la que vemos descrita en Lc 22, 61-62, cuando el Señor le mira con una mirada de infinita misericordia y amor que hace que Pedro se arrepienta. Pedro vive el drama de su pecado bajo el signo de la relación interpersonal, que le lleva a una reacción de amor y esperanza, mientras que en Judas por el contrario hay una supresión progresiva y acelerada de toda relación con los demás, que le hace cerrarse en sí mismo en una angustia egocéntrica donde su energía física acaba volviéndose autoagresiva. El remordimiento lleva a Judas a la desesperación, no a la conversión (Mt 27, 5).
El arrepentimiento implica una auténtica separación del pecado y orientación hacia Dios, expresión de una actitud que se realiza en el núcleo más íntimo de la persona y que es una verdadera opción fundamental buena, porque supone la aceptación de la gracia divina, que lleva también consigo la reparación y el nuevo actuar no culpable. El sacramento de la penitencia me quita un peso de encima, me asegura la reconciliación y me llena de esperanza y alegría.
No nos quepa la menor duda de que la seguridad del perdón, que nos da la fe, constituye un motivo extraordinario de alivio, superación de la angustia, conformidad consigo mismo y esperanza. El sacramento asegura un equilibrio de vida, que supone ventajas psíquicas, cuando es rectamente entendido e inspira nuestras relaciones con Dios quitando el miedo y dándonos confianza y gratitud, si bien su objetivo primero es el estado de pecado y no una situación patológica. Pero indudablemente la experiencia de la penitencia como reconciliación contribuye poderosamente a la salud espiritual tanto de los individuos como de las comunidades cristianas.