La semana pasada nos han aturdido las noticias de nuevos casos de corrupción en el campo de la política.
Ha cundido la alarma, ha corrido como la pólvora la sensación de que todo está muy mal, y se ha extendido una desconfianza, muy peligrosa e injusta, hacia el mundo de la política y de los políticos. No entro, en este momento, dentro de la grave e importantísima cuestión de la responsabilidad y ejemplaridad exigible a los políticos; lo haré otra semana. Ahora ofrezco con toda sencillez una reflexión que estimo que no se está teniendo en cuenta suficientemente, a mi entender, en este cambio epocal en el que estamos inmersos. Tras la crisis que padecemos y tras estos hechos tan lamentables que nos conmueven y aturden y otros que podríamos añadir hay una raíz de fondo que es el deterioro moral de nuestra sociedad. Aquí vale todo, si trae dinero y poder; pero si vale todo es que no vale nada y el desplome humano se agudiza en nuestra sociedad. Todos, con razón, hemos criticado estos comportamientos completamente rechazables, detestables. La irritación ha resultado mayúscula; y está muy bien que así suceda; pero, una vez más, podemos repetir aquello de la «paja en el ojo ajeno», y quedarnos de alguna manera un poco tranquilos porque se detecta a los culpables de todos nuestros males.
La verdad es que la carencia de conciencia moral o su adormecimiento, en mayor o menor grado, nos afecta a todos. A todos se nos ha contagiado algo el relativismo imperante, a todos se nos pega una mentalidad donde la verdad del hombre se ofusca, y el oscurecimiento de la conciencia aumenta. Lo que nos está acaeciendo nos reenvía a una cuestión principalísima, nos remite a una palabra, a una realidad fundamental que es la que está en juego: «el hombre», al valor y a la verdad que se le atribuya al sujeto humano, en nosotros y en nuestro prójimo, en nuestra sociedad, al papel y sentido de la conciencia, al modo en que vivamos y al uso que hagamos de nuestra libertad...
La cuestión del hombre no es una cuestión sólo teórica, sino que es siempre una cuestión decisiva, radical y práctica, en la que entra en juego todo lo que nosotros mismos somos y hacemos con nuestra entera subjetividad y personalidad. Bien diverso, por ejemplo, es vivir como si el hombre fuese sólo un resultado de azar o una excrecencia de la naturaleza, o, por el contrario, tuviese por sí mismo una dignidad inviolable y un destino eterno; bien distinto es ver al hombre sólo objeto de las ciencias y de la tecnología, de lo que nos digan los datos y encuestas de la sociología, que verlo en su verdad como imagen y semejanza de Dios, su Creador; bien distinto es ver al hombre como creador de sí mismo y dominador de la naturaleza, sin Dios, como instrumento para fabricar y manejar, que verlo como ser querido por Dios por sí mismo; bien diferente es ver al hombre como pura indeterminación y como hacedor o artífice -«técnico y manipulador »- de cosas, que verlo como conciencia
y razón capaz de la Verdad, buscador y contemplador de la verdad, que «deja ser a la verdad» y se deja conducir por ella. Ninguno puede conocer en verdad al hombre por una vía puramente neutral que, para algunos, no podría ser otra que la científi ca, que lo que nos digan los datos experimentales, por ejemplo de la sociología (por ejemplo, se gobierna a base de encuestas o se proyecta sobre esa base); pero así se le escaparía aquello que es
propio del hombre, es decir, su ser sujeto y no sólo objeto, en defi nitiva ser persona.
Cuando se olvida o niega que el hombre es ante todo e irreduciblemente sujeto, es de ir persona, y se le reduce a datos empíricos, la consecuencia normal o resultado es una falta total de humanismo, un imposible humanismo y un real antihumanismo –un «ahumanismo y una inhumanidad»–.
El nihilismo, entre otras cosas, sería su consecuencia normal, como también la quiebra moral de la sociedad, y aun la misma destrucción del hombre. A este respecto, resulta un hecho difícil de negar como es el vínculo real entre los aspectos más inquietantes de la vida de nuestra sociedad y la presencia tan extendida del nihilismo y del relativismo, en el fondo nihilista también, derivados de ciertas concepciones parciales y reductoras del hombre.
Todo esto, a mi entender, está junto a otros aspectos
en la entraña misma del actual laicismo con que se quieren conducir las sociedades de hoy y del futuro. Un grandísimo riesgo de nuestra sociedad española es el que se favorezca o se haya favorecido, de miles formas –tal vez sin pretenderlo a veces, otras pretendidamente–, la desmoralización, apoyando una cultura laicista. Esa cultura tiende a hacer tabla rasa del patrimonio moral de nuestro pueblo, en el que con todos sus defectos, hay mucho bueno. En esa cultura laicista que nos envuelve y acosa nuestra sociedad se ha quedado sin razones últimas e inconmovibles para orar bien, aunque de ello
se sigan incomodidades o sufrimientos. De ahí a no distinguir ya lo que es moralmente bueno o malo, no hay más que un paso. Esto sí que debiera hacer saltar y sonar las alarmas, alarmarnos a todos y buscar y aplicar las respuestas adecuadas a todos los niveles.
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