La nueva ley de libertad religiosa, según parece, va a revolucionar el espacio público de España. Quién no recuerda –quizás demasiados lo hayan olvidado- los antecedentes de la nefasta II República, que crucificó nuevamente a Cristo y a tantos de sus mártires, y prohibió a los jesuitas en el Artículo 26 de su Constitución. Pues bien, parece que también a sus herederos ideológicos les molesta todo lo que ponga en evidencia su voraz y desmedido afán de poder. El visible crucifijo en las escuelas parece que será sustituido por el invisible compás, ese que llevan a fuego marcado en sus conciencias los que portan mandiles en secreto y compadrean en privado y con «discreción», mientras distraen a la opinión pública con pantallas planas que hipnotizan la mente y secan el corazón. Porque no nos engañemos: el espacio público no va a ser a partir de ahora «neutro», si la legis corruptio es formalmente aprobada, sino que simplemente va a cambiar de signo de identidad. De la religiosidad vivida con naturalidad y respeto, como derecho fundamental protegido por el Artículo 16 de la Constitución, signo de nuestra identidad y tradición histórica, pasamos a la ausencia de la religión, o mejor, a la negación de la dimensión pública de la religión. Lo que nuestra Real Academia llamaría, simplemente, ateísmo. Quitar un crucifijo no es neutral. Es un acto de negación de la realidad religiosa. Y cuando se trata del crucifijo y se realiza en España es un acto de hostilidad manifiesto hacia el Cristianismo y la Iglesia católica. Extender el ateísmo devolviendo la cruz a las catacumbas, arrinconando la religión, vapuleando y sometiendo a escarnio a la Iglesia y sus ministros y fieles pone en jaque el Estado de Derecho. Si lo hace el gobierno, es un golpe al núcleo de nuestra Constitución y su parte más noble: los derechos fundamentales. No importan las argucias legales y judiciales que merodeen la verdad para ocultarla en eventuales futuros procesos. Antes los ladrones entraban por la puerta trasera. Ahora ya no. Muchos de ellos tienen poder político, se pasen en coche oficial y se han convertido en los nuevos señores feudales de las conciencias ajenas. Vuelve la pernada ideológica, la sumisión bajo sanción de destierro de la vida pública, y la rendición del gran tributo a los señores arcanos de la secta del 33: la libertad de religión. Sin decoro y en turba saquean ideológicamente el pacífico ejercicio de la fe utilizando el poder, la influencia y la ley como perversos instrumentos de dominación. Decía Quillardet, Gran Maestro del Gran Oriente de Francia: «Para un masón, el laicismo es un avance en la democracia». Y ciertamente lo es. Pero en ese tipo de democracia que tan bien le vino al endemoniado austríaco para hacer de buena parte de Europa un infierno en la tierra. Los tiempos han cambiado y no se lleva la sangre. ¿Para qué ensuciarnos? Es más aséptica la asfixia social que el encarnizamiento modelo «años 30». Al Gran Masón franchute habría que decirle: si no hay libertad religiosa, plenamente reconocida y tutelada, la democracia es una pistola en manos de un psicópata, un botón nuclear en manos de un ahmadineyad cualquiera. Solo una laicidad positiva puede hacer de la democracia una casa para todos y no el feudo de los hermanos de la escuadra y el compás. Corren malos tiempos para la libertad social y si la sociedad no se defiende, será sometida implacablemente.