Vivimos una época paradójica. Nunca en las sociedades occidentales se había alcanzado un grado de repulsa hacia la violencia tan abrumadoramente mayoritario: se abomina de la guerra, se postula el consenso como vía de entendimiento, se avanza en humanitarismo y solidaridad… Y, sin embargo, los titulares de la prensa apenas dan abasto para describir la avalancha de violencia social que sobresalta nuestros días: mujeres maltratadas, abusos y agresiones sexuales, niños abandonados a su suerte, muchachos en edad escolar que se divierten propinando palizas a sus compañeros más inermes… por no hablar de otras formas de violencia industrial que se silencian, desde el aborto a la eutanasia. Y, paradójicamente, estas conductas florecen en una época que ha alcanzado un grado de repulsa hacia la violencia mayor que cualquier otra época anterior: una época que se adhiere a las tesis pacifistas, que postula el diálogo como vía de entendimiento entre los pueblos; una época, en fin, hipercivilizada, en la que las condiciones ambientales de miseria material han sido reducidas al máximo, sobre todo si las comparamos con las condiciones que regían en épocas anteriores.
¿Qué está sucediendo, pues, para que los impulsos violentos no hagan sino crecer? Para entender este mal cada vez más extendido deberíamos esforzarnos por dilucidar sus orígenes. El fenómeno de la violencia cada vez más extendida en nuestras sociedades pacifistas e hipercivilizadas no puede entenderse plenamente si no lo englobamos en otro fenómeno más amplio que hemos aceptado como si tal cosa y que es el auténtico huevo de la serpiente. Este fenómeno se llama despersonalización y se manifiesta mediante la ruptura de los vínculos humanos. La creación de vínculos genera relaciones de respeto y comprensión mutua; la creación de vínculos nos impulsa a mirar al otro con un afecto nuevo, pues descubrimos que en él hay algo sublime y misterioso: de repente, descubrimos en ese otro una grandeza nueva de la que anhelamos participar, a la vez que surge en nosotros la preocupación de ser indignos de tanta grandeza. Los vínculos que los hombres establecen entre sí generan comprensión; y el principio de toda comprensión reside en que uno conceda al otro lo que es: que le reconozca autoridad, que ame sus cualidades, que deje de considerarlo con los ojos del utilitarismo egoísta, buscando un beneficio o provecho en su trato. Y ese deseo de comprensión genera, a la vez, compromisos fuertes: ya no consideramos al otro un cuerpo extraño que se usa y se tira, sino una persona con una ordenación vital fecunda de la que deseamos participar y aprender. Y ese deseo de conocimiento nos obliga a desprendernos del propio yo, nos obliga a entregarnos al otro, nos obliga a participar de su dignidad, de su libertad, de su nobleza.
Pero en todo anhelo auténtico de comprensión y conocimiento del prójimo, en todo vínculo verdadero, tiene que haber sacrificio (que será mutuo, si el prójimo nos corresponde), tiene que haber renuncia a uno mismo, tiene que haber paciencia abnegada y constante. Sólo así uno se siente ligado al otro e invadido por su destino. Cuando falta esta noción de sacrificio paciente, sólo amamos en el otro un brillo superficial que no tarda en desgastarse (porque no es más que la proyección de nuestro orgullo narcisista y nuestro afán de dominio). Y estas relaciones sin vínculos verdaderos tarde o temprano se convierten en un duelo de egoísmos en donde no tardan en aflorar las susceptibilidades, las desconfianzas, los recelos, las irritaciones y, finalmente, la animadversión y el aborrecimiento (que son la antesala de la violencia). La creación de vínculos convierte al otro en una patria que se cultiva y se cuida, que se hace grata y fecunda a través de nuestra dedicación y nuestro desvelo; cuando las relaciones se tornan utilitarias el otro se convierte en una triste colonia, una tierra que se expolia y ordeña, que se pisotea y escupe, para después abandonarla.
Nuestra sociedad desvinculada rehúye los compromisos fuertes porque requieren sacrificio y paciencia; y, a cambio, fomenta las relaciones quebradizas y efímeras, cada vez más deshumanizadas, que sólo reconocen en el otro un medio para la obtención de un fin interesado, cuando no un obstáculo para su consecución. La violencia de nuestra época es el fruto directo de esta desvinculación, que inevitablemente se traduce en incapacidad para comprender al otro. Es la violencia paradójica de una época despersonalizada que se finge pacifista, humanista y supercivilizada, mientras incuba el huevo de la serpiente.
Publicado en XL Semanal.