La Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU dice en su artículo 3: “Todo individuo tiene derecho a la vida”.
Están relacionados con el derecho a la vida y como contrarios a ella el homicidio, el aborto, la eutanasia, el suicidio, el terrorismo y la pena de muerte.
La condena del homicidio es antiquísima. El Decálogo es terminante: “No matarás” (Ex 20,13; Dt 6,17). El Cristianismo, al insistir en el mandamiento del amor, lo condena aún más tajantemente. La razón de esto es muy sencilla: pecado es toda falta, incluso de actitud, contra el amor a Dios y al prójimo y desde luego el asesinato es falta contra el prójimo, siempre y en toda circunstancia. Pero en este artículo voy a hacer referencia a la pena de muerte, especialmente en relación con la Iglesia.
En el mundo antiguo no se discutía el derecho del poder público a imponer la pena de muerte, teniendo también este poder el padre de familia sobre su mujer, hijos y esclavos. En la ley mosaica existía también la pena de muerte, pues era la mentalidad dominante, aunque hoy en día a nadie se le ocurriría apelar al Antiguo Testamento para sostener que adúlteros y blasfemos tienen que ser condenados a muerte.
La actitud de Jesús fue totalmente contraria a la pena de muerte. En el Sermón de la Montaña nos dice: “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Yo en cambio os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra” (Mt 5,38-39). Y cuando en cumplimiento de la ley mosaica los fariseos quisieron lapidar a la mujer cogida en adulterio, Cristo encontró el modo no sólo de salirse Él de la trampa que le tendían, sino de librar también a aquella pobre mujer (cf. Jn 8,1-11).
Pero Cristo fue más allá con su precepto de amar a los enemigos. Leemos en San Lucas: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian” (6,27-28), “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis absueltos” (6,36-37).
En cuanto a la Iglesia, pareció olvidarse pronto de la sangre de los mártires y no se esforzó en eliminar la pena de muerte, que existía también en los Estados Pontificios. Incluso los primeros adversarios de la pena de muerte no surgieron en las filas católicas, en clara advertencia de que el Espíritu Santo sopla donde quiere y de que nuestro conocimiento de los ideales evangélicos es progresivo.
Los partidarios de esta pena alegan que ésta ha de emplearse cuando es un medio necesario para la seguridad pública y la reparación del orden violado. Creen que tiene un valor ejemplar, pero parece que los delitos ni aumentan ni disminuyen cuando se suprime o se implanta; un valor retributivo, pues el delito reclama la pena para restablecer el orden violado y dar a cada uno lo suyo; un valor correctivo, pero al suprimir al culpable se le quita la posibilidad de enmendarse; un valor defensivo, como legítima defensa de la sociedad frente al injusto agresor, pero podemos preguntarnos si no existen técnicas que neutralicen al agresor y consigan ayudar a su recuperación humana y social.
Como argumentos en contra se citan la insuficiencia de los argumentos a favor; la posibilidad, que de hecho ha sucedido en ocasiones, del error judicial irreparable, la dignidad esencial de la persona y para los cristianos, la actitud de Cristo.
El Catecismo de la Iglesia Católica ha sido cada vez más reticente contra la pena de muerte. En la primera edición de 1992 leíamos en el número 2267: “Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo estos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana”.
En 1997 se promulgó esta nueva redacción: “La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para defender y proteger del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana. Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo, suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos”
Finalmente el 2 de agosto de 2018 se hizo otra nueva redacción, totalmente contraria a la pena de muerte. Dice así: “Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común.
»Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente.
»Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona, y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo” (nº 2267).
Pero lo que no logro entender es que se pueda estar contra la condena de muerte y a favor del aborto o de la eutanasia. Para un católico “el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio… La eliminación directa y voluntaria del ser humano inocente es siempre gravemente inmoral” (encíclica Evangelium Vitae de San Juan Pablo II, nº 57).