Con motivo del Sínodo que se desarrolla ahora en Roma,, es decir la asamblea de un grupo de obispos convocados por el Papa, para tratar de los problemas de la Familia, estos días se hablará bastante sobre ésta. Desde el inicio de su existencia, la Iglesia ha concedido gran importancia a la familia cristiana. La vida familiar constituye para la Iglesia un bien precioso y desde siempre su tarea ha sido promoverla y protegerla. El Cristianismo creció y se desarrolló en el seno y ámbito de la institución familiar, hasta el punto de que la Iglesia primitiva se localizaba en una serie de casas familiares entrelazadas por los apóstoles itinerantes que las mantenían unidas con los vínculos de una misma comunión de vida y fe (cf. Hch 10,2 y 24; 16,31-34; 2 Tim 1,5).
La familia debe ser “una Iglesia doméstica” (cf. LG 11). La familia cristiana es la primera y más básica comunidad eclesial, llamada a introducir a los hijos en el camino de la iniciación cristiana. En ella se viven y se transmiten los valores fundamentales de la vida. Formar un matrimonio y una familia cristiana significa vincularse a la Iglesia de una forma específica, es decir por medio del amor conyugal y familiar que edifica el Reino de Dios en el mundo y en la Historia.
La familia cristiana surge del sacramento del matrimonio y es el espacio natural en el que la persona nace a la vida y a la fe. El Evangelio se transmite en ella de manera espontánea al hilo de los acontecimientos, así como allí tiene lugar el inicio de la oración y del despertar religioso, se desarrollan los sentimientos de amor, se vive la integración en la comunidad eclesial, y uno es orientado para vivir la vida con un sentido vocacional. “Al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom 5,5). Vivir en el Señor no impide, sino todo lo contrario, los grandes momentos de amor, de sentirse a gusto y comprendido, de risas, porque el amor lleva consigo la felicidad y la alegría de vivir. Los esposos tienen entre sí un deber mutuo de santificación, de recíproca asistencia espiritual y de educación de los hijos, incluida especialmente la transmisión de la fe, lo que implica el buscar juntos a Dios.
“Despertar y avivar una fe sincera, favorece la preparación al matrimonio y el acompañamiento de las familias, cuya vocación es ser lugar nativo de convivencia en el amor, célula originaria de la sociedad, transmisora de vida e iglesia doméstica donde se fragua y se vive la fe. Una familia evangelizada es un valioso agente de evangelización, especialmente irradiando las maravillas que Dios ha obrado en ella. Además, al ser por su naturaleza ámbito de generosidad, promoverá el nacimiento de vocaciones al seguimiento del Señor en el sacerdocio o la vida consagrada” (Papa Francisco, Discurso a la Conferencia Episcopal Española del 3-III-2014).
La espiritualidad conyugal y familiar nace de la fe, tiene su punto de referencia en la familia de Nazaret, considera la oración como el fundamento de la vida espiritual, se nutre y apoya en la Eucaristía, vive en la esperanza superadora del desaliento y pesimismo, y se expresa en la caridad. El amor entre marido y mujer es una prolongación del amor de Dios, y es también expresión de su voluntad. Los esposos cristianos se santifican apoyándose en la gracia y presencia de Dios en su matrimonio, por lo que es una espiritualidad en pareja, pero que va incorporando en ella a los hijos. Y aunque hay en todos nosotros una esfera íntima en la que nadie, ni siquiera el cónyuge, puede entrar, pues la vida cristiana se vive con responsabilidad personal, ya que tenemos una individualidad propia, la relación de cada esposo con Dios no es un asunto exclusivo suyo, porque también debe procurar la santificación y salvación del otro y de los hijos.
Por todo ello es lamentable que haya tantos matrimonios cristianos que viven su vida religiosa de espaldas al sacramento del matrimonio, pareciendo que están casados para todo menos para la oración, que cada uno hace por su lado. “La profesión de fe ha de ser continuada en la vida de los esposos y de la familia. En efecto, Dios que ha llamado a los esposos al matrimonio, continúa llamándoles en el matrimonio” (Exhortación de san Juan Pablo II, Familiaris Consortio, nº 51). La fe se transmite cuando se expresa, y se expresa en la catequesis, en la oración y en el comportamiento de cada día. La vida familiar debe suponer la vivencia religiosa y la oración en común, por ejemplo la asistencia a ser posible juntos a la Misa dominical, las oraciones antes de comer o del matrimonio junto a, o en la cama, que por ser el centro de la vida matrimonial es conveniente participe de un modo especial de la santidad del matrimonio y se realice en ella de forma principal la unión de los esposos con Dios.
Como nadie puede dar lo que no tiene, de aquí la enorme importancia de que los padres vivan una vida verdaderamente cristiana y centrada en la eucaristía, si tienen interés en que sus hijos sean cristianos de verdad. La familia cristiana es aquélla en la que los padres y los hijos de cierta edad intentan vivir en el hogar los valores y actitudes del evangelio. Los padres deben ser conscientes de que si bien ellos dan el cuerpo a sus hijos y Dios el alma, ellos y Dios deben colaborar en la educación cristiana de la prole y que la familia es el lugar más adecuado e insustituible para la transmisión adecuada de la fe y moral cristianas. Es en el seno de la familia donde los hijos experimentan los primeros procesos de maduración humana y cristiana, y donde aprenden los valores y criterios que les permiten diferenciar lo bueno de lo malo. La primera catequesis y las primeras oraciones de los niños corren cada vez más a cargo de los padres, lo que les debe llevar a reflexionar sobre la calidad de la fe que ellos proponen a sus pequeños.
“La familia cristiana es el primer ámbito para la educación en la oración. Fundada en el sacramento del Matrimonio, es la “iglesia doméstica” donde los hijos aprenden a orar “en Iglesia” y a perseverar en la oración. Particularmente para los niños pequeños, la oración diaria familiar es el primer testimonio de la memoria viva de la Iglesia que es despertada pacientemente por el Espíritu Santo” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2685). La Iglesia no puede funcionar como algo ajeno a las vinculaciones afectivas, pero tampoco la familia cristiana puede concebirse como algo ajeno a la fe y a la realidad eclesial. Iglesia y familia son dos realidades que se iluminan y se condicionan mutuamente. Las comunidades eclesiales fervorosas suponen personas y familias que viven intensamente su fe y su vida espiritual. La Iglesia hace la familia cristiana y la familia cristiana hace a la Iglesia. La Iglesia es nuestra madre en cuanto nos engendra a lo fundamental de nuestro ser cristiano: a la vida de fe. Pero también somos constructores de una nueva familia y tenemos la gloria y el desafío de engendrar de nuevo a la Iglesia, cuya fe debemos transmitir a las nuevas generaciones.
Pedro Trevijano