Sobre la relación entre el sacerdote y la mujer conviene tener ideas claras. Es indiscutible el enorme apoyo que generalmente supone para cualquier sacerdote su familia. Pero también está claro que la evolución de las mentalidades y de las costumbres ha modificado el estilo de las relaciones entre hombres y mujeres; muchos sacerdotes están experimentando las ventajas humanas y pastorales de la colaboración con los laicos, en su mayor parte mujeres, lo que cambia notablemente su relación con el mundo femenino. Indiscutiblemente, existe el peligro de enamoramientos solapados o amistades inmaduras, pero ello se puede superar con convicciones fuertes y claras, una unión con Cristo y una vida de fe suficientemente alimentada por la oración que nos protejan de comportamientos ingenuos o, por el contrario, excesivamente desconfiados. El sacerdote debe ser afectivamente maduro en su relación con las mujeres, lo que implica saber tratarlas, quererlas y ser querido por ellas, pero siempre evitando las ocasiones de poner su corazón en alguien que le haga ser infiel a Dios y le impida actuar como sacerdote célibe y consagrado. Quien no sabe amar y ser amado, es inmaduro e incluso anormal, pues no se puede vivir sin amor.
Es indudable que una persona célibe, privada de la influencia del otro sexo, corre el peligro de caer en incomprensiones y asperezas. San Juan Pablo II aconseja: “Para vivir el celibato de modo maduro y sereno, parece ser particularmente importante que el sacerdote desarrolle profundamente en sí mismo la imagen de la mujer como hermana. En Cristo, hombres y mujeres son hermanos y hermanas, independientemente de los vínculos familiares” (Carta a los sacerdotes, Jueves Santo de 1995). El descubrimiento del “tú” del otro sexo, con quien se entra en una relación humana y religiosa, puede constituir una gracia renovadora de la propia persona, si bien siempre ha de estar presente la exigencia de la fidelidad al Señor. En este caso, hemos de renunciar a una comunidad esponsal, a ese acompañamiento único y exclusivo que tanto alivia la soledad del ser humano y que puede presentarse como concretamente realizable.
Las amistades con personas del otro sexo son un don, pero para ser constructivas exigen la permanencia firme y lúcida de ambos en el propósito de la total limpieza de su relación, recordando que en la Iglesia católica las relaciones sexuales tienen su ámbito en el matrimonio y sólo en el matrimonio, sin ambigüedades de ningún género, pudiendo ser la amistad tanto más profunda cuanto más clara tengan ambos la idea de ser fieles día tras día a la propia vocación. Es decir, la relación de un sacerdote con una mujer puede llevar a una amistad muy profunda, siempre que esté muy claro que de genital nada y que la más mínima insinuación en ese sentido significaría el final de la amistad.
Esto puede exigir una cierta pobreza de trato, y es que la virginidad es un camino humilde y muy poco triunfal. Lo importante del celibato es que en él ocupen un lugar decisivo la disponibilidad en el seguimiento de Cristo y la entrega para anunciar el Evangelio, sin las que es imposible llegar a amar como Dios nos pide. El celibato es libertad y no se vive realmente si la persona comprometida con él está atada con lazos que le impiden seguir hasta el final su conciencia. El único que tiene pleno derecho a entrar en nuestra vida hasta el fondo es Dios, del que hemos de ser instrumentos y mediadores. También en el celibato la sexualidad, lejos de inhibirse y permanecer al margen, tiene que ponerse al servicio del amor, al modo como lo han vivido tantos santos. Se trata de secundar con lealtad y pureza la llamada de Dios, que se nos manifiesta a cada uno en nuestra historia personal.
El celibato tiene un evidente valor positivo como total disposición para el ejercicio del ministerio sacerdotal y como medio de consagración a Dios con el corazón indiviso. Por ello, aunque la Iglesia católica latina lo imponga obligatoriamente a sus sacerdotes, sólo puede ser llevado a la práctica como un carisma, es decir como una gracia de Dios que sí hemos recibido porque nos hemos ordenado dispuestos a una entrega generosa.