Escribo esta colaboración semanal en La Razón desde Buenafuente del Sistal, un pequeño rincón del Señorío de Molina donde se halla el monasterio cisterciense de Santa María, un lugar de paz y de sosiego del alma.
He acudido a este lugar antes de que la diócesis de Valencia tome posesión de mí –mejor que tomar yo posesión de ella– el próximo día 4 de octubre como siervo y servidor, como obispo y pastor suyo.
He venido a este lugarcillo, sencillo, humilde, pobre, pero rico en bendición de Dios, he venido buscando a Dios, invocando su auxilio que tanto voy a necesitar para ser el pastor conforme al corazón de Dios que la Iglesia en Valencia necesita y Él quiere que sea. Este es un lugar santo, un lugar de encuentro con Dios, un lugar de soledad sonora, un lugar donde en el silencio se escucha a Dios y en cuya soledad se palpa su presencia que todo lo llena. Desde aquí, además, en el retiro del lugar, uno no se aparta de los hombres, sino que los siente más próximos, se experimenta a sí mismo como zambullido en la profundidad de nuestro mundo donde ellos viven, gozan, aman y sufren; aquí se viven con mayor intensidad y densidad los gozos y las esperanzas, las alegrías y tristezas de los hombres, sus desgarros y heridas, sus dolores y quebrantos y se escuchan con mayor fuerza los clamores que de ellos, de los hombres, desde lo más hondo de sus entrañas desgarradas, surgen y llegan hasta el corazón atento que escucha ese clamor.
No se puede ser de otra manera que ser oyente de estos clamores cuando se vive el encuentro con Dios, tan cercano a los hombres y tan al lado de sus necesidades más hondas. Y esto se ve apoyado aquí, en Buenafuente, aún más si cabe, cuando se contempla al Cristo románico del siglo XIII de la capilla de este lugarcillo, tan traspasado y llagado, tan desfigurado en su pasión, que es la de los hombres, también los de hoy que, como Él, andan heridos y maltratados, sometidos e indefensos ante los cálculos y la violencia humana y ante el poder que, sin piedad, pasa de largo de su miseria.
Aquí, en este lugar se vive con especial verdad e intensidad el estar con Él, con el Señor, que vino a servir y no a ser servido, Dios con nosotros, tan unido a nuestra humanidad sufriente y humillada; estar con Él y «verle» en su humanidad llagada y crucifi cada. Ante ese Cristo despojado de todo, humillado, rebajado hasta una muerte tan vejatoria como la de la cruz, con el corazón traspasado y rostro doliente y desfi gurado de hombre, en toda la densidad de su humanidad, que es la nuestra, se entra dentro del misterio de Dios y del hombre: esto es, la pasión inimaginable de Dios, crucificado, enajenado, despojado de sí por amor al hombre, rebajado y anonadado por el hombre, también crucificado y privado de todo, entregado enteramente para que el hombre viva, para levantar y no hundir ni condenar al hombre, para exaltarlo aunque los otros lo desprecien y lo aniquilen. Sin duda: Es el SÍ más grande, más total, más comprometido que se ha pronunciado en toda la historia por el hombre caído, lleno de dolores, torturado. Esta es la gran verdad, la realidad más real y más firme: Dios quiere al hombre hasta un extremo que ni siquiera se podría imaginar por la mente humana si Él no nos lo hubiese dado a conocer y «palpar» ¡qué grande es ser hombre, así amado! ¡Qué contraste todo esto, que es la verdad de la fe cristiana en su realidad nuclear, con tantas cosas y noticias que nos llegan de violencia, de persecución, de eliminación masiva de seres humanos, del pisotear de tantas y tantas maneras, bruscas o sutiles, la dignidad inviolable del ser humano!
Dios está por el hombre, no está en la estratosfera, ajeno a lo que nos pasa, sino que está tan a nuestro lado que llega hasta Él y escucha y acoge el clamor del justo Abel eliminado violentamente por el fratricida Caín. Y Dios sigue pregun- tándonos, como a Caín,: «¿Dónde está tu hermano?», ¿dónde le decimos que esta?: ese hermano masacrado en Irak y en otros lugares por el yihadismo sin Dios, ese hermano que forma parte de una caravana interminable de dolor y penas ante tanta amenaza que pesa sobre él y tiene que huir buscando otra tierra de paz ante la pasividad de quienes podrían y deberían hacer algo más y distinto de lo que se hace; ese hermano asesinado porque sencillamente es cristiano sin que se haga lo suficiente por él; ese hermano que muere de hambre y que no tiene lo necesario para sobrevivir como hombre; ese hermano que muere afectado por el ébola sin que se tomen las medidas necesarias, urgentes y posibles, –por cierto, ¡qué testimonio tan hermoso y grande, interpelante y esperanzador nos han dado los dos hermanos de San Juan de Dios que, como verdaderos hermanos y escuchando el clamor que llega de los contagiados por el ébola han dado su vida por ellos: un testimonio luminoso de Jesucristo que se identifica con los enfermos y los que sufren– ese hermano abandonado que vive en la soledad dejado de los hombres: o esa hermana, mujer, que padece discriminación por ser mujer o madre, o que sufre maltrato y violencia –la violencia doméstica– hasta la muerte en su propio hogar por quien tenía que ser amada; y, además, esos millones de hermanos, inocentes e indefensos, que son eliminados antes de nacer por quienes tenían que protegerlos…
No juzgo, y menos aún condeno a nadie: sólo Dios puede juzgar. No busco demagogias, ni populismos; lo sufro en el silencio, y pido a Dios sabiduría y discernimiento.¿Por qué se ha procedido así? No acabo de entenderlo y me encuentro desconcertado; no se han dado explicaciones convincentes ni sufi cientes. No entiendo lo sucedido, ya que con la medida adoptada se da continuidad y firmeza, y confirma, a la legislación vigente que, de hecho, sanciona el derecho a eliminar al ser humano no nacido –débil, inocente, indefenso– en determinados plazos de su existencia, mientras se retira un proyecto que abría una luz de esperanza en medio de la oscuridad cultural que acentúa una cultura de muerte contraria al hombre, injusta y relativista, que no sitúa en el centro al hombre y su dignidad. Dejo mi reflexión, seguiré.
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