Los animales, aprendimos de pequeños en el colegio, nacen, crecen, se reproducen y mueren. Descripción básica del desarrollo de la vida animal. ¿Pero qué sucede con la vida humana, esta vida que tiene algo específico, propio, diferenciador de cualquier otro tipo de vida?
Una diferencia salta a la vista: no queremos morir, aborrecemos la muerte, la propia y la de aquellos que nos rodean, sobre todo la de nuestros seres queridos. El enfermo, por más grave que esté, continúa aferrándose a la vida; y sus familiares mantienen viva la esperanza, incluso más allá de la prudente opinión de los médicos. Ya se sabe, el doctor siempre pinta la situación peor, para no despertar falsas esperanzas.
Aquel "non omnis morear" de Ovidio, hace ya más de veinte siglos, continúa resonando en nuestro corazón. No moriré del todo, no quiero morir del todo, quiero permanecer vivo, en esta vida o al menos en el recuerdo presente de las futuras generaciones. Es tan propio este deseo de vivir, esta preocupación por la inmortalidad, que los estudiosos de la antropología y la historia antigua hablan de que existe el hombre cuando hay enterramientos, un cierto culto a la inmortalidad, una conciencia de que, aunque muera el cazador, sigue vivo, en cierto modo, entre sus compañeros de caza, de fatigas, de vida.
Nuestro crecimiento también se distingue del crecimiento de los animales y las plantas. Un león, un saltamontes o un roble crecen como algo connatural a su ser león, saltamontes o roble. Aumenta su tamaño, su fuerza, pero ellos no dirigen conscientemente ese movimiento. El instinto, las leyes de la naturaleza, guían su cambio. Y podemos decir que progresa porque la naturaleza no se autodestruye, no camina hacia su propia aniquilación.
El crecimiento del hombre, su vida, tiene un matiz importante. Se trata de un movimiento inmanente autoperfeccionante: se mueve a sí mismo, porque quiere moverse, y se mueve buscando libremente la perfección. En ocasiones le guía el instinto, pero en otras le guía su decisión libre, su libertad, y es capaz de obrar incluso contra su instinto natural. Si un tigre está molesto por un ruido, intentará por todos sus medios acabar con él, incluso acabando con el animal que lo produce. Si el hombre o la mujer no pueden dormir por un ruido en la noche, el llanto de su hija de pocas semanas, no actúan según su instinto natural, sino en sentido contrario, la acunan, le hacen cariños, para que su pequeña se duerma. La vida humana es distinta de la vida animal.
Donde más se palpa esa diferencia y especificidad de la vida humana es en el acto propio que mantiene y hace crecer la especie. Decimos que un animal se reproduce, pero al referirnos a este ser misterioso que llamamos hombre o mujer, hablamos de "procreación", que no es simple reproducción. Hay tanta diferencia que usamos otro nombre, otra palabra. Y toda palabra tiene un significado, un porqué.
Reproducir es hacer una copia de algo, duplicarlo, producir algo igual que lo primero. Con las personas, la situación es muy distinta: un hijo no es copia de su padre o de su madre, aunque obviamente tiene muchos elementos comunes con ambos. Su cuerpo es una fusión del material genético de sus padres; pero su espíritu, su personalidad, su modo de ser, es peculiar, único “individual”. Incluso los gemelos monocigóticos, esos que proceden de la división de un mismo óvulo fecundado, tienen su individualidad, su especificidad única. El ser humano procrea, no se reproduce.
Desde esta perspectiva se entiende también la grandeza de cada hijo, de cada individuo. Un hijo, en cierto modo, supera a sus padres. Hay algo en él que no les pertenece, es único, individual. Y por ello es amado por sí mismo, y tal como es, con sus características positivas, y también aquellas “positivables”. El hijo no es una posesión de los padres, algo que les pertenece como derecho propio, o algo que pueden usar según sus preferencias.
Esta individualidad se impone cuando los hijos tienen 20, 30 años. Pero es igual de cierta con diez años, con cinco, con 1, cuando tiene pocas semanas desde su nacimiento, o desde su concepción. El hijo, también el hijo concebido y no nacido, no es un bien de los padres, sino un bien para ellos. No le poseen, sino le procrean, le educan, le llevan hacia su propia perfección, como ser individual e irrepetible. Por ello el aborto es arrogarse una pretensión que no nos compete, pretender poseer ese bien igual que poseo un trabajo: si se me ajusta sigo con él; si me incomoda, me supone renuncias, renuncio a él.
Es cierto, algunos casos, no son reducibles a un esquema tan sencillo. Pero si se legisla sólo en base a la excepción, la sociedad se desvirtúa. Y está demostrado, además, que muchas mujeres que abortan lo hacen porque no encontraron una mano amiga, una ayuda en esa situación difícil. Si hay muchas otras salidas, ¿por qué casi nunca aparecen?