Cuando Samuel Alito fue nombrado miembro del Tribunal Supremo por el presidente Bush en 2005 se produjo un «¡Hurra!» estruendoso y a menudo falto de civismo por el hecho de que Alito proporcionaría a los jueces del Supremo una «mayoría Católica». En este caso «católico» era la clave para «anti-Roe v. Wade» (1) y si lo duda considere que había un encantador susurro al margen de las gentes que se preocupaba por Alito y la mayoría «Católica» cuando el presidente Obama nombró a la jueza Sonia Sotomayor, de Puerto Rico y de antepasados católicos, para rellenar el hueco dejado vacante en el Tribunal por el juez David Souter. De lo poco que se ha revelado acerca de las convicciones y la práctica religiosa de Sotomayor inmediatamente después de su nombramiento, parece justo decir, al menos, que ella no ha sido particularmente ardiente en la práctica de su fe. Pero eso no tiene nada que ver en absoluto cuando consideramos lo que su acceso al Tribunal significaría –como no habría tenido nada que ver en absoluto con Sam Alito, quien según todos los informes es un serio practicante de la fe Católica. Para entender lo que de verdad cuenta, volvamos nuestro pensamiento a los Juegos Olímpicos de Invierno durante el auge de la Guerra Fría. Los jueces soviéticos barren para casa Olimpíada tras Olimpíada había amargas protestas con relación al comportamiento los jueces de la Unión Soviética y de otros jueces del bloque comunista en los eventos –como en patinaje artístico- que debían estar sometidas a reglas pero en las que algunas cuestiones subjetivas eran inevitables. Nadie negaba esto último; el problema era que los jueces comunistas siempre parecían tener calificaciones más altas para los atletas de sus propios países. Todos sabían que esto estaba ocurriendo. La mayor parte de la gente pensaba que era terriblemente injusto, y muchas personas estaban indignadas. Pero los jueces comunistas pensaban muy posiblemente que ellos estaban cumpliendo un deber patriótico (o manteniendo sus empleos y quiza en algunos casos sus cabelleras) al inclinarse hacia aquellos con los que, de acuerdo a sus convicciones ideológicas, se suponía deberían empatizar. Si no obstante usted consideró que era una mala práctica en deporte el hecho de que en una competición sujeta a reglas se hayan inmiscuido inevitablemente cuestiones de juicio y lo hayan vuelto del revés de tal manera que las reglas se inclinaban regularmente por cuestiones subjetivas tendría que detenerse a valorar algo que la jueza Sotomayor dijo en 2001: «yo me figuro que una mujer inteligente latina con el aporte de su rica experiencia adoptará una mejor decisión (judicial) con más frecuencia que otra mujer blanca que no haya vivido esa rica experiencia». En una cultura política en la que «narrativo» lo es todo, hay un tendencia a pensar que hay sabiduría en la afirmación. Pero el magistrado Clarence Thomas –cuyas fascinantes memorias, «My Grandfather`s Son» («El hijo de mi abuelo») relatan un cuento acerca del éxito frente a las grandes posibilidades al menos tan convincente como el de la jueza Sotomayor- estaría en desacuerdo. ¿Y por qué? Porque el magistrado Thomas considera que es su deber dejar al margen sus experiencias personales en el acto de juzgar e interpretar la ley de acuerdo con lo que su entendimiento le dicte sobre la intención de los que hicieron las leyes. La jueza Sotomayor, quien en una ocasión afirmó que «la política es realizada» por los tribunales, tiene una idea mucho más amplia con diferencia del papel de los Juzgados de Apelación en nuestro sistema. El poder limitado de los jueces La «Empatía» es una cualidad admirable en un juez en determinadas circunstancias legales –al sentenciar, por ejemplo – pero no al determinar lo que quiere decir la ley. Si nuestra intención es conservar un sistema en el que el pueblo se gobierna a sí mismo a través de representantes electos, los jueces federales de apelación y los magistrados del Tribunal Supremo no pueden actuar como si ellos fueran un Super Poder Legislativo. Los jueces no se designan para que hagan leyes; eso es lo que hacen los legisladores del estado y los miembros del Congreso. Ninguna apelación a una «empatía» superior debería cambiar este hecho constitucional. Ciertamente, el juramento judicial federal por sí mismo impone un compromiso de imparcialidad para igualar la justicia en todos los juzgados. No hay nada nuevo con relación a este argumento, salvo que este tiempo es para estar probablemente sumergido bajo la historia personal del candidato. Lo que tendría que ser nuevo, sin embargo, y lo que con certeza tendría que señalarse en la audiencia de ratificación a la jueza Sotomayor es la cuestión de si ella considera como ley establecida esos elementos en la resolución de Casey de 1992 (2) que permiten la regulación de la industria del aborto (relacionado con medidas como consentimiento informado y notificación a los padres en el caso de una menor que pretende abortar). Si no es así, entoces la puerta se habrá abierto con más amplitud para la promulgación de hecho del FOCA- the Freedom of Chice Act (La libertad del elección de los Actos) por medio de una acción más judicial que legislativa. (1) «Roe versus Wade» hace referencia a un célebre proceso judicial (1973) que sentó jurisprudencia con relación al aborto. La sentencia reconoce un derecho Constitucional a la privacidad y al aborto privado y es motivo todavía hoy de controversia entre los abortistas y antiabortistas. (2) «Planned Parenthood v. Casey» (Planificación Familiar versus Casey) fue un caso que decidió el tribunal Supremo de los EEUU y que limitó sensiblemente el derecho al aborto reconocido en el anterior caso (Roe vs. Wade) exigiendo unas concretas garantías. * George Weigel, escritor y politólogo católico estadounidense, es autor de la biografía autorizada de Juan Pablo II «Testigo de esperanza» (Plaza&Janés), «el coraje de ser católico» (Planeta) y «Política sin Dios: Europa y América, el cubo y la catedral» (Ed. Cristiandad), entre otros. Traducción: Pedro E. Megido Lahera