AL fondo del aborto, como en general de lo que Juan Pablo II ¡ay, aquellos Papas «obsesionados» con el aborto! llamó en «Evangelium Vitae» cultura de la muerte, subyace el problema de la libertad humana, antaño concebida como un don divino que nos permitía elegir moralmente y renunciar al mal. Con este concepto de libertad acabaría el liberalismo, que al modo pagano volvió a hacer del hombre la medida de todas las cosas, exhortándolo a deshacerse de todo cuanto lo limita en el proceso de fortalecimiento de su «yo»: así, en aras de ese «yo» soberano y autónomo, se exaltaron los deseos más torpes y las ambiciones más egoístas; y el Estado se vio obligado a garantizar su plena y omnímoda «realización».
A esta libertad que «exalta al individuo aislado de forma absoluta» la calificaba Juan Pablo II en la encíclica citada de «perversa». Y Benedicto XVI ¡otro Papa «obsesionado» con el aborto! remachaba que «esta es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida». Desde que esta rebelión adquiriese carta de naturaleza política, mediante una doctrina liberal que consagra la autonomía de la voluntad y una libertad de conciencia desarraigada de un orden moral objetivo, declararse «antiabortista» sin atreverse a atacar los cimientos ideológicos que permiten y auspician el aborto es como arar en el mar, porque la consecuencia inevitable de esa libertad perversa es la pérdida del sentido de la inviolabilidad de la vida humana. Y cuando el bien supremo de la vida es supeditado a la libertad individual, es inevitable que se imponga una consideración meramente funcional y utilitaria de la vida, que así queda despojada de su dignidad; y todavía más si esa vida humana es todavía gestante. La vida gestante deja de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio o instrumento para beneficio de otros; y así, la verdadera ética de la dignidad de la vida humana es suplantada por una falsa ética de la «calidad» de la vida humana, una calidad que es medida por criterios de utilidad. Sólo si una vida es útil, si es «deseada» o «ambicionada» por otros en razón de su utilidad, esa vida tiene valor; de lo contrario, podemos disponer de ella a nuestro antojo.
Pero las acciones moralmente erróneas, aunque puedan parecer útiles en un principio, aunque nos reporten beneficios inmediatos, acaban arrastrándonos inexorablemente a la ruina moral; cuando la cultura de la muerte se impone como una conquista de la libertad, nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer. Y así los hombres, sobornados por un poder manipulador que les concede una libertad perversa, acaban convirtiéndose en esclavos de esa libertad, como Fausto se convertía en esclavo de Mefistófeles. Por supuesto, la sofística contemporánea empleará coartadas emotivas y pretendidamente altruistas (¡el aborto es un drama para la mujer!) en su propósito de facilitar este eclipse de la conciencia moral y de adecentar las aberraciones más impías. Y los medios de adoctrinamiento de masas presentarán a quienes osen pronunciarse contra esta cultura de la muerte como oscurantistas desalmados y enemigos de la mujer o la solidaridad humana.
Ocurre esto mientras la Iglesia, cada vez menos «obsesionada» con el aborto, se está convirtiendo en mera «animadora de la democracia». Y a los católicos, convertidos en cándidos mamporreros de la cultura de la muerte, no nos queda otro remedio (risum teneatis) sino votar a los modositos liberales de derechas, no sea que vengan los tremendos liberales de izquierdas, que tienen cuernos y rabo.
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