Apartando los papeles de su discurso preparado, Francisco tuvo un momento de intensa conmoción en la catedral de Tirana al recordar que en el camino del aeropuerto a la plaza había contemplado las fotografías de tantos mártires. Y añadió: “se nota que este pueblo guarda aún memoria de sus mártires, que tanto sufrieron… han sufrido físicamente, psíquicamente y también esa angustia de la incertidumbre. Si los iban a fusilar o no, y así vivían, con esa angustia. Y el Señor los consolaba… porque había gente en la Iglesia, el pueblo de Dios, las viejecitas santas y buenas, tantas religiosas de clausura… que rezaban por ellos. Y éste es el misterio de la Iglesia…”.
Un pueblo que se precie vive la memoria. Una comunidad eclesial que no esté profundamente enferma tiene memoria. Y contempla su historia como un río: con sus tramos plácidos, sus rápidos, sus momentos chispeantes y sus estancamientos. Todos ellos en una continuidad que nunca es mera repetición forman su historia. Y esa historia debe ser acogida y amada, porque a través de ella se manifiesta quién conduce a su Iglesia. Esta es una clave profunda del magisterio del Papa Francisco que suelen olvidar algunos que lo citan profusa pero confusamente. Los que se empeñan, contra todo lo que dice Francisco, en dibujar en el suelo la raya que separa una suerte de Iglesia hosca y huraña de la que dicen avergonzarse, de una Iglesia alegre y libre que ahora sí merece la pena contar. Pero ambas son fruto de su reconstrucción virtual, ninguna recoge la amplia y compleja verdad, ni de antes ni de ahora.
Por mi trabajo me ha tocado “contar la Iglesia” desde hace veintisiete años, y doy las gracias por cada uno de ellos. Los años de la emoción de san Juan Pablo II que nos pedía no tener miedo y que mostró de nuevo la modernidad de la fe en medio de las plazas; los años de Benedicto XVI, años de purificación, luminosos y doloridos en su tensión por abrir brecha en el búnker del escepticismo, arraigados en la gran Tradición y con el deseo de encontrar nuevas formas de comunicar el tesoro de la fe; y el último tiempo, con la gran fuerza misionera de Francisco, cuyo ímpetu de reforma entronca como un guante en el camino de los últimos cincuenta años… ¿o quizás aún muchos más? Sí, contarlo todo, también las inercias, los óxidos, incluso las vergüenzas que no se nos han ahorrado ni se nos ahorrarán, porque este pobre cuerpo siempre camina herido, necesitado de la medicina de su Señor.
De nuevo vuelvo a Francisco, hace apenas siete días. El Papa relataba la confidencia de un cardenal brasileño que cuando viaja a cualquier país va siempre al cementerio a ver las tumbas de tantos misioneros, sacerdotes, hermanos, religiosas que fueron a predicar el Evangelio. Y el cardenal pensaba: todos ellos pueden ser canonizados ahora, lo dejaron todo para anunciar a Jesucristo. Si pienso en nuestros pueblos y ciudades creo que también yo podría decir algo parecido, aunque quizás con menos épica. A fin de cuentas, como decía también Francisco hace unos días en Santa Marta, sin la Iglesia madre “no podemos ir adelante”. Sí, una Iglesia que merece la pena contar aunque su piel esté llena de costurones. Ayer, hoy, mañana… siempre.
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