La indisolubilidad conyugal no es una pesada carga que se impone al matrimonio (el “así no trae cuenta casarse”, que pensaron los apóstoles cuando Jesús restauró la indisolubilidad primera). El matrimonio para siempre es una protección del amor eterno. Muchos lo sabrán por experiencia y otros con nostalgia, pero lo sabemos todos. La explicación más tropical y exótica la dio un danés soltero. Kierkegaard nos desentrañó con gracia y picardía el mecanismo. Cuando una mujer y un hombre están en una isla desierta para toda la vida, pueden discutir, pero seguro que harán las paces bastante rápido. La indisolubilidad es esa isla metafórica y tropical.
Esta vez vengo a usarla de analogía. También la amistad se refugia en la indisolubilidad. Cuando los amigos son viejos (por el tiempo, me refiero, no por la edad), han tenido más oportunidades de incomprensiones mutuas. La vida impone evoluciones personales que nunca son paralelas y a veces se distancian y a veces se cruzan –encontronazos– mucho antes que en el infinito. Entonces ayuda aplicar a los amigos la técnica de la eternidad: a las maduras y a las duras, en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad.
Con los amigos de la infancia funciona de maravilla, porque todos percibimos que la infancia es un tesoro escondido en la isla del pasado. Ya podemos ser bastante diferentes, que los de entonces siempre seremos los mismos los unos para los otros. Éste es el método, que se puede extender a los amigos de cualquier edad.
Haber sacrificado algo valioso por un amigo ayuda. Cuando mi madre estaba mala, no fui a verla dos tardes, porque fui a otro hospital a ver a un amigo. Ella me dijo que me había estado esperando. Años más tarde, pude pelearme con aquel amigo –nos dimos motivos mutuamente–, pero yo me negué a que aquella pequeña contrariedad de mi madre hubiese sido para nada, aunque no le confesé ese motivo. Aquel amigo de entonces sigue siendo un grandísimo amigo hoy.
A veces, por desgracia, las cosas no tienen arreglo, igual que se producen esas rupturas en la isla sacramental de Kierkegaard. Para esos casos, sólo nos queda el luto, y siempre una esperanza contra toda esperanza. Y la firmísima decisión de que esos casos sean excepcionales. Hay a quien le gusta mucho repetir que los amigos se cuentan con los dedos de una mano; pero es mejor suspirar que los amigos perdidos se cuentan con los dedos de una mano.
Publicado en Diario de Cádiz.