Hay que recordar que la aldea de Fátima, con pocos millares de habitantes hasta 1917, debe su denominación a los árabes, según los estudiosos de toponomástica. Es una etimología comprobada, también independientemente de la tradición antigua (anterior con mucho, por tanto, a las apariciones), según la cual, en el siglo XII, cuando la región se la disputaban todavía musulmanes y cristianos, una noble muchacha sarracena, hija del gobernador del castillo de Alcocer do Sal, y llamada Fátima en honor de la hija del Profeta, participó en un enfrentamiento entre caballeros de ambos lados. Un célebre caballero de la Reconquista, don Gonzalo Hermingués, quedó prendado de ella y la tomó como esposa, habiendo ella aceptado bautizarse. Sin embargo, el tierno amor entre ambos fue interrumpido pronto por la muerte prematura de la joven. Don Gonzalo, inconsolable en su dolor, dejó las armas y se hizo monje en la abadía cisterciense de Alcobaça (meta constante de turistas hasta hoy), donde pudo dejar descansar a su tan amada mujer. Unos años después, la abadía fundó un pequeño monasterio a pocos kilómetros y envió a Gonzalo como superior. Una vez más, se le concedió al ex caballero no separarse de los restos de Fátima, que se depositaron en la nueva iglesia de la localidad, hasta entonces desierta, que terminó tomando el nombre de aquella que, habiendo nacido musulmana, se había convertido en una esposa cristiana ejemplar. Hace mucho que el monasterio ha desaparecido, pero aún existe la pequeña iglesia —dedicada a la Virgen— que debió de acoger el cuerpo de Fátima. Vocación mariana: de Lourdes a Fátima En otras ocasiones habíamos intentado reconstruir la sorprendente y, con demasiada frecuencia ignorada, «vocación mariana» de Lourdes, donde aquella que se aparecería en 1858 había sido ya proclamada, al menos un milenio antes, «Señora y Soberana». Hasta el punto de que quien tuviera el poder en aquellos lugares debía hacerle acto de vasallaje y comprometerse a gobernar en su nombre. Ahora descubrimos que hay también una «vocación mariana» precisa en Fátima: el lugar entra en la historia con la construcción de una iglesia dedicada a la Virgen, dirigida según el Opus Dei, la liturgia divina celebrada por los monjes de san Bernardo, el gran cantor de la Virgen. Pero los historiadores han recordado otros muchos episodios que sólo una perspectiva alejada de la fe definiría, sin duda, como «simples coincidencias». Por ejemplo, precisamente en el altiplano de Fátima, la vigilia de la Asunción de 1385, el rey Juan I y el beato don Nuno Alvares Pereira —«héroe nacional y santo», al modo de santa Juana de Arco— consiguieron una prodigiosa victoria contra los invasores españoles, después de haber hecho un voto público a María. La cual, 532 años después, precisamente allí, en aquel lugar sagrado para la nación lusitana, se aparecería, precedida por la triple aparición de la misteriosa criatura que se definiría a ella misma «el ángel de Portugal». Se podría decir mucho más. Es curioso, por ejemplo, que el Papa Bonifacio IX, a petición de ese mismo rey Juan I, victorioso sobre los españoles, estableciera que todas las catedrales de Portugal se dedicaran a la Virgen María. E hizo esto con un documento promulgado un 13 de mayo. Que es, como sabemos, la fecha en que tuvo lugar la primera aparición en Fátima. Fátima, la intercesora Pero además de estos signos de posible «predestinación», nos encontramos aquí ante un enigma realmente único. Hemos visto la relación directa entre el nombre de la localidad y el nombre de la venerada hija de Mahoma, «profetisa» del Islam. Entre los musulmanes, Fátima es como una figura mariana, al ser vista como aquella que ofrece su sufrimiento, su oración y su compasión por todos los hombres. Fulton Sheen, el obispo americano, predicador y escritor famoso, ha observado: «Igual que Esther (antes de la primera venida de Cristo) fue una figura de María para Israel, Fátima (antes de la segunda venida de Cristo) podría ser una figura de María para el Islam». Una «coincidencia» (las comillas son necesarias), esta concordancia de nombres que hasta ahora no ha sido captada plenamente por los cristianos, excepto en algunos casos como el del místico y, simultáneamente, erudito islamista e islamófilo (pero católico, de fe ortodoxa y sincera) Louis Massignon. Sin embargo, algunos musulmanes sí la han captado aunque, sólo ahora, las masas comienzan a interesarse en ella (hemos empezado hablando de la noticia difundida desde Teherán), de forma que los peregrinos islámicos, aunque no organizados, nunca han faltado en Fátima y, ahora, aumentan cada vez más. El judaísmo —como hemos dicho, aunque de forma un poco simplificada— es la religión de la esperanza; el cristianismo, de la caridad; el islamismo, de la fe. La función de las apariciones de 1917 (el año en que se instaló en Rusia el primer régimen de la historia basado, explícitamente, en el ateísmo «científico») parece ser, precisamente, la de poner en guardia contra los peligros que amenazan a la fe en la era de las ideologías. ¿Tal vez se deba a esto, también, la elección divina de un lugar como Fátima, cuyo nombre es invocación para los «hijos de Ismael, hijo de Abraham», cuya fe es tal que incluso juzga imposible el ateísmo? El Magnificat musulmán En todo caso, nos parece que el caso enigmático de las dos «Fátimas» —la mujer árabe y el pueblo portugués— podría estimularnos, por lo menos, para redescubrir ese otro enigma extraordinario, constituido por la presencia de María en el Islam. El cumplimiento de la profecía evangélica («Me felicitarán todas las generaciones») parece haber implicado realmente a ese pueblo musulmán que —según las proyecciones de los demógrafos— a causa de la elevada natalidad, además de a su continua expansión, parece destinado a superar numéricamente al cristiano. Es curioso que, con tanto hablar de ecumenismo, con frecuencia se pase por encima el hecho de que precisamente María es el «lugar» donde musulmanes y cristianos (por lo menos, católicos y ortodoxos) están más cerca unos de otros. Hasta llegar a la paradoja de que mientras hoy se suceden, entre biblistas y teólogos cristianos, las «relecturas» reduccionistas y ambiguas de algunos dogmas marianos, comenzando, precisamente, por la virginidad de María, el Islam no tolera ni dudas ni vacilaciones al respecto. Más aún, está dispuesto a lapidar a quien se atreva a atentar contra el honor de aquella que es «la Virgen que ha preservado intacto su seno». Más aún, el mismo Corán, confirmado claramente por la tradición canónica de los hadith, enseña una verdad sobre María que se acerca de forma impresionante a la de la «Inmaculada Concepción», que tantas dificultades sufrió para imponerse como dogma entre los católicos. Los comentaristas musulmanes afirman que el Corán proclama, también, la asunción al Cielo de la Madre, junto a la del Hijo, en el versículo 52 de la sura 23, que referimos por los ecos que suscita en un cristiano: «Hacemos del hijo de María y de su madre un signo y los hospedamos, a ambos, en un lugar elevado donde reina la paz y brotan las fuentes». «Un signo», palabra significativa, aplicada en muchas ocasiones a María en la Tradición cristiana. Y llama la atención la relación con las «fuentes que brotan», si se piensa que, precisamente, ése es el signo que ha caracterizado muchas apariciones.