La nueva y publicitada película de Netflix Los dos Papas debería titularse, por derecho propio, El único Papa, porque presenta un retrato bastante matizado, contextualizado y comprensivo de Jorge Mario Bergoglio (el Papa Francisco) y una absoluta caricatura de Joseph Ratzinger (el Papa Benedicto XVI). Este desequilibrio lastra letalmente la película, cuya intención parece ser mostrar cómo ese viejo Benedicto, gruñón y legalista, encuentra su rumbo espiritual gracias a los buenos oficios del simpático Francisco que mira hacia adelante. Pero, en última instancia, semejante planteamiento perjudica a ambas figuras y convierte lo que podría haber sido un estudio de personajes enormemente interesante en una predecible y tediosa apología de la versión del catolicismo que le gusta al director.
Que estamos ante una caricatura de Ratzinger queda claro cuando, en los primeros minutos del film, se nos presenta al cardenal bávaro maquinando ambiciosamente para asegurarse su elección como Papa en 2005. En al menos tres ocasiones, el cardenal Ratzinger real solicitó a Juan Pablo II que le permitiese retirarse de su puesto como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe para emprender una vida de estudio y oración. Si continuó, fue solo porque Juan Pablo II rechazó tajantemente sus peticiones.
Y en 2005, al morir Juan Pablo II, incluso los adversarios ideológicos de Ratzinger asumían que el cardenal de 78 años solo quería regresar a Baviera y escribir su Cristología. El perfil de conspirador ambicioso se ajusta, por supuesto, a la caricatura del eclesiástico “conservador”, pero no tiene absolutamente nada que ver con el Joseph Ratzinger de carne y hueso.
Asimismo, en la escena que presenta un imaginario encuentro entre el Papa Benedicto y el cardenal Bergoglio en los jardines de Castel Gandolfo, el anciano Papa arremete airadamente contra su colega argentino, criticando acerbamente la teología del cardenal. Una vez más, incluso los detractores de Joseph Ratzinger admiten que el “rottweiler de Dios” es en realidad alguien invariablemente atento, sosegado y amable en sus relaciones con los demás. La imagen del ideólogo exasperado constituye, una vez más, una caricatura conveniente, pero que ni se aproxima al Ratzinger real.
Pero la más grave desfiguración tiene lugar hacia el final de la película, cuando un desmoralizado Benedicto, resuelto a renunciar al papado, admite que había dejado de escuchar la voz de Dios ¡y ha empezado a oírla de nuevo gracias a su reciente amistad con el cardenal Bergoglio! Créanme que en lo que voy a decir no hay ni un ápice de falta de respeto al Papa Francisco real, pero que uno de los católicos más inteligentes y más espiritualmente vivaces de los últimos cien años necesite la intervención del cardenal Bergoglio para escuchar la voz de Dios va más allá de lo absurdo. De principio a fin de su carrera, Ratzinger/Benedicto ha producido una de las teologías espiritualmente más luminosas en el seno de la gran tradición. Que, en torno a 2012, estaba cansado y físicamente enfermo y que se sintió incapaz de gobernar la gran maquinaria de la Iglesia católica… sí, por supuesto. Pero que estaba espiritualmente perdido… ¡de ninguna manera! Una vez más, algunos en la izquierda pueden fantasear con que los “conservadores” ocultan su bancarrota espiritual tras una capa de normas y autoritarismo, pero hay que apretar mucho para encajar a Joseph Ratzinger en semejante hermenéutica.
Las mejores partes del film son los flashbacks a etapas anteriores de la vida de Jorge Bergoglio, que arrojan una luz considerable sobre la evolución psicológica y espiritual del futuro Papa. La escena que presenta su intenso encuentro con un confesor que muere de cáncer es particularmente emotiva, y su actitud intransigente en su relación con dos sacerdotes jesuitas bajo su autoridad durante la llamada “guerra sucia” [contra el terrorismo] en Argentina explica en buena medida su compromiso con los pobres y con una forma de vida sencilla.
En mi humilde opinión, la película habría mejorado infinitamente con un tratamiento similar sobre Joseph Ratzinger. Si al menos hubiéramos tenido un flashback del joven de 16 años procedente de una familia ferozmente anti-nazi, forzado a hacer el servicio militar en las fechas terminales del Tercer Reich, comprenderíamos a la perfección las profundas suspicacias de Ratzinger hacia las utopías laicistas y totalitarias y los cultos a la personalidad. Si al menos hubiéramos tenido un flashback del joven sacerdote peritus del cardenal Josef Frings, líder de la facción progresista en el Vaticano II, y deseoso de pasar página del conservadurismo preconciliar, habríamos comprendido que él no fue un ingenuo guardián del status quo.
Si al menos hubiéramos tenido un flashback del profesor de Tubinga, escandalizado ante un extremismo postconciliar que estaba tirando a su hijo teológico por el desagüe, podríamos haber comprendido su reticencia hacia los programas que pretenden el cambio por el cambio. Si al menos hubiéramos tenido un flashback del prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe redactando un matizado documento, a la vez cuidadosamente crítico y profundamente elogioso de la Teología de la Liberación, podríamos haber comprendido que el Papa Benedicto no era en modo alguno indiferente a la situación de los pobres.
Comprendo que un abordaje similar habría dado lugar a una película mucho más larga, pero ¿qué importa? ¡Qué caramba!, estuve dispuesto a pasar sentado las tres horas y media tediosas de El irlandés. Habría sido feliz viendo cuatro horas de una película que fuese tan honesta y penetrante con Joseph Ratzinger como lo fue con Jorge Mario Bergoglio. No solo habría supuesto un fascinante estudio psicológico, sino también una mirada iluminadora a dos perspectivas eclesiales distintas pero profundamente complementarias. En cambio, tenemos poco más que un cómic.
Publicado en el blog del autor, Word on Fire.
Traducción de Carmelo López-Arias.