En uno de mis recientes artículos me he encontrado con la acusación de que Benedicto XVI y mucho más especialmente la Iglesia Católica están a favor del a pena de muerte. Como me parece un tema interesante, voy a decir qué es lo que la Iglesia enseña sobre el asunto y, de paso cuál es la legislación española, puesto que ciertamente es conveniente tener ideas claras. Se puede decir que la pena de muerte ha seguido un recorrido paralelo en la España democrática y en la Iglesia Católica. El Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 decía en su número 2266: «La preservación del bien común exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte». Y en el número 2267 podemos leer: «Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo estos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana». Por su parte, la Constitución española dice en su artículo 15: «Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempo de guerra». En ambos casos estas formulaciones dejaron a muchos insatisfechos. Son legislaciones parecidas, pero no suficientemente tajantes. Por ello en España se modificó el Código Penal militar para que al menos de momento no se pueda aplicar la pena de muerte. Pero fijémonos que la Constitución no se cambió y el motivo fue para hacer más fácil su reintroducción en caso de guerra, porque cambiar la Constitución es más complicado que cambiar el Código Penal militar. También en la Iglesia la insatisfacción provocó en 1997 una nueva redacción sobre el tema del nº 2267, siendo además el cambio mayor que hubo entre las dos ediciones del Catecismo, que finalmente quedó así: «La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para defender y proteger del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana. Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo, suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos». Entre las dos ediciones del Catecismo, Juan Pablo II publicó la Encíclica «Evangelium Vitae» cuyo nº 56 dice así: «En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad»… «Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes». Podemos decir que, tanto la doctrina de la Iglesia como la legislación española, son claramente contrarios a la pena de muerte en casos de personas culpables y lo que no entiendo es que con legislaciones tan parecidas, la legislación española está en contra de la pena de muerte y la Iglesia a favor de ella. Pero donde hay discrepancia es en el caso de personas inocentes. Nunca he entendido que se pueda estar contra la condena de muerte y a favor del aborto. Conste que estoy contra la pena de muerte, tanto más cuanto que en una ocasión viví muy de cerca el problema de una condena a muerte. Para un católico «el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio» … «La eliminación directa y voluntaria del ser humano inocente es siempre gravemente inmoral» (Encíclica «Evangelium Vitae» de Juan Pablo II, nº 57). «La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad» (EV nº 71). «El aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar» (EV nº 73). Ante las leyes que admiten el aborto o la eutanasia «nunca es lícito someterse a ellas, ni darle el sufragio del propio voto» (EV nº 73), ya que «la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de todos» (EV nº 91).