Hace unos días, durante su homilía en la misa matutina en la capilla de la casa Santa Marta, el Papa Francisco hablaba de la novedad que significa siempre el Evangelio, y pedía no tener miedo de cambiar las cosas según la ley del Evangelio. “La Iglesia nos pide, a todos nosotros, algunos cambios. Nos pide que dejemos de lado las estructuras caducas: ¡no sirven! Y que tomemos odres nuevos, los del Evangelio”.
En realidad Francisco estaba describiendo un dinamismo que ha estado siempre presente durante veinte siglos de historia de la Iglesia: ésta debe cambiar continuamente para ser fiel a su origen, debe purificarse de las gangas y adherencias de la historia para que reaparezca siempre el rostro de su Señor ante el mundo. En vísperas de la apertura del V Centenario del Nacimiento de Santa Teresa de Jesús, podemos evocar la gran epopeya de la reformadora del Carmelo para ilustrar todo esto, pero habría ejemplos para no acabar.
Lo curioso es que estas palabras del Papa hayan sembrado, a diestro y siniestro, inquietud e irritación en unos casos, y un sospechoso entusiasmo en otros. La inquietud y el enfado provienen de quienes esperan tras cada esquina una confirmación de que Francisco es un Papa de ruptura, dispuesto a malbaratar la Tradición de la Iglesia. Mientras, en otra orilla, se produce un entusiasmo fundado exactamente en la misma presunción, según la cual estaríamos en la antesala de una suerte de revolución, la que algunos llevan años pergeñando en sus sueños y en sus publicaciones. El asunto es serio, pero a veces es mejor esbozar una mueca irónica: a unos y otros habría que pedirles más atención a lo que hace y dice realmente un Papa forjado en el manantial de San Ignacio de Loyola, que suplica como Teresa de Jesús la gracia de morir en la Iglesia, que insiste en que ésta no es una ONG sino la presencia de la salvación de Cristo en la historia, y que se refiere a los mártires como la garantía de una fe que no se adapta a las modas de los tiempos y que acepta recorrer el necesario camino de la cruz. Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Dejar de lado estructuras caducas no es, desde luego, un principio revolucionario en la vida de la Iglesia, sino un principio genético de su desarrollo en la historia, por decirlo con palabras que quizás hubiesen gustado al beato John Henry Newman. Pero si hay alguien que ha sostenido y explicado ese principio genialmente en los últimos tiempos, ese ha sido Benedicto XVI. Cuando todavía era un joven y prometedor teólogo, Joseph Ratzinger respondió a la pregunta sobre qué aspecto tendría la Iglesia en el año 2000. A los enfadados y a los interesadamente entusiasmados con la homilía de Francisco, les vendría bien releer estos pasajes escritos en la década de los 60 del pasado siglo.
“…De la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho; se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio… Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad... Conocerá también nuevas formas ministeriales y ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su profesión: en muchas comunidades más pequeñas y en grupos sociales homogéneos la pastoral se ejercerá normalmente de este modo. Junto a estas formas seguirá siendo indispensable el sacerdote dedicado por entero al ejercicio del ministerio como hasta ahora. Pero en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. El proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como el voluntarismo envalentonado. Se puede prever que todo esto requerirá tiempo”.
Ya en 1977, el cardenal Ratzinger volvía sobre este tema en su diálogo con Peter Seewald titulado “La sal de la tierra”, al afirmar que “en el cristianismo siempre nos hallamos ante un nuevo comienzo” y prever que surgirán de la libertad del Espíritu “nuevas culturas de la fe”, que a su vez darán pie a nuevas estructuras. Así ha sido y así será mientras la Iglesia peregrine por este mundo. Si recordáramos que la Iglesia sólo es de Dios, que la guía a través de hombres que Él elige, nos ahorraríamos irritaciones destructivas y pretensiones de llevar el agua a nuestro molino.
También hace pocos días, en su catequesis de los miércoles, Francisco hablaba de la Iglesia con su acento más original para decir que no se llega a ser cristianos por uno mismo ni tampoco en un laboratorio, sino que somos engendrados y alimentados en la fe en el seno de ese gran cuerpo que es la Iglesia, que es verdaderamente madre. Una madre que “sabe defender a sus propios hijos de los peligros que derivan de la presencia de Satanás en el mundo, para llevarlos al encuentro con Jesús”, exhortándolos también a la vigilancia contra el engaño y la seducción del maligno. Y no lo digo yo, es el Papa quien dice llanamente que no seamos ingenuos, porque desde luego anda suelto.
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