Nadie creo que dude de la preferencia y urgencia que debe tener, que tiene, para la Iglesia la atención a los jóvenes. Así lo vimos en el Papa Juan Pablo II, y así lo vemos ahora en Benedicto XVI. Los jóvenes representan la nueva cultura, el nuevo mundo en el que estamos, la nueva realidad de ahora con respecto a la fe, con frecuencia el alejamiento de Dios y en todo caso de la Iglesia, los que piden razones para vivir. ¿Qué hacer? Sencillamente lo que hizo Juan Pablo II y lo que hoy hace Benedicto XVI: apostar de verdad por ellos y entregarles el Evangelio, Jesucristo, sin componendas de ningún tipo. Recuerdo a unos jóvenes de Granada a los que les pregunté, con ocasión de una visita pastoral: «¿Qué es lo que tiene Juan Pablo II, qué es lo que él os ofrece que os entusiasme tanto?». La respuesta fue inmediata, con desparpajo y no poca espontaneidad, por parte de uno de ellos: «Mire usted, don Antonio, el Papa es un hombre ‘legal’». «¿Qué quieres decir con eso, con eso de ‘legal’?», le dije; ya sabía yo que esa expresión es para muchos jóvenes algo emblemático, lo mejor que se puede decir de uno con mucho. Entonces añadió: «¿Se ha dado cuenta de que Juan Pablo II no nos critica ni nos condena?; y mire que tenemos cosas que nos puede echar en cara. Nos quiere y nos comprende; no nos utiliza, nos respeta; no nos impone ni nos manda; nos exige mucho, ¿sabe? Pero nos ofrece lo que nosotros necesitamos, aunque, a veces, nos cueste verlo, para ser felices. Nos ofrece a Jesucristo, que sí nos llena y hace felices, aunque nosotros, a veces, ya sabe usted». El Papa Juan Pablo II vivió con mucha paz, sin crispación, con mucha bondad, la realidad de los jóvenes, a menudo azotados por este mundo que los zarandea y despista. Pero no acusaba a los jóvenes; no disimulaba los males que los amenazaban y que a veces podrían vencerlos. Les exigía mucho, confiaba en su corazón grande para grandes cosas. Les presentaba la vida cristiana como un verdadero arte de vivir, bello. Les mostraba que se «puede ser joven, ser de hoy» y seguir a Jesucristo, y que merecía la pena seguirle. No los halagaba con falsas o engañosas promesas. Les presentaba la verdad: la verdad del hombre, inseparable de Dios, hecha presente en Jesucristo; les ofrecía la verdad como fuente de libertad y camino de futuro. Les anunciaba la doctrina íntegra y fiel de la Iglesia, como camino para una nueva civilización del amor y una nueva cultura de la vida. Les hablaba de la belleza y maravilla de la sexualidad, de su verdad –siempre la verdad–, de la belleza y grandeza del matrimonio y de la familia, santuario del amor y de la vida. Los invitaba a seguir a Jesucristo, no les forzaba, simplemente les decía: «Venid y veréis». Con qué fuerza los llamaba a no tener miedo, a no contentarse con una vida mediocre y superficial, a metas altas. No les presentaba a Jesús al margen de la Iglesia o sin ella. Ante ellos se presentaba, como Pedro, con una sola riqueza: Cristo, y les entregaba y mostraba en todo a Cristo. Este mismo testimonio lo vemos en Benedicto XVI. ¿No será esta la forma de acercarnos a los jóvenes lo que verdaderamente necesitan? ¿No es ésta la mejor apuesta por los jóvenes? Ahí hay un futuro grande para ellos, para la Iglesia y para nuestra sociedad. Éste es un gran reto que hoy urgentemente llama a las puertas de la Iglesia. La Jornada Mundial de la Juventud en Madrid es una gran ocasión. Pero antes, tenemos dos años de camino para responder sin demora a ese reto. * El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos* Publicado en el diario La Razón