Cuenta Leonardo Castellani que, visitando allá por los años treinta el Museo de los Horrores de Nuremberg, el dominico Renard le dijo: «La Edad Media ocultaba el crimen y ostentaba el castigo; y hacía ostentación del castigo para posible corrección del culpable y, en todo caso, para gloria de Dios y enseñanza del pueblo
La edad nuestra oculta el castigo y re-super-publica el crimen; y el crimen, en volandas de la publicidad macabra, se convierte en una imagen obsesiva morbosamente atractiva para el pueblo y altamente ofensiva a Dios».
He recordado estas sabias palabras mientras zapeaba en televisión, brincando de reportaje morboso en reportaje nauseabundo sobre el «pederasta de la Ciudad Lineal», con su aderezo posterior de comentarios sensacionalistas.
Algo muy semejante ya había tenido ocasión de verlo con otros casos nefandos que tienen a niños como víctimas, como el de Asunta, o en general con casos que incluyen aberraciones sexuales. Estos carroñeros siempre obran según el mismo método: aunque hipócritamente no entran en detalles, lanzan entre elipsis y sobrentendidos las mayores truculencias, sembrando el escándalo entre los espíritus más candorosos y sugestionables, halagando los espíritus más estragados y llamando la atención de hipotéticos tarados que tal vez hasta ese momento jamás hubiesen concebido delitos tan abyectos, pero a quienes la cháchara morbosa (a veces ilustrada con «teatralizaciones») enardece. Así, exactamente así, es como se siembra la atracción por el mal; así, exacerbando la curiosidad pública sobre vicios aberrantes, se despiertan demonios que estaban dormidos.
Si una persona sanamente constituida con frecuencia necesita de vigorosos esfuerzos, y aun de ayuda divina, para defenderse de ciertas pasiones torpes, ¿qué no ocurrirá cuando la persona es floja de carácter, carece de frenos morales y respira una atmósfera donde las aberraciones se «re-super-publican»? No es necesario ni siquiera recurrir a moralistas jeremíacos para hallar la respuesta: Taine en filosofía y Zola en literatura ya nos mostraron la función decisiva que el medio ambiente desempeña en la formación (y en la deformación) del carácter. El vicio, para prosperar, requiere un clima propicio; y hasta las mismas taras innatas (mucho menos frecuentes de lo que la corrección política y el cine de psicópatas pretenden) son reprimidas en su ejercicio cuando la atmósfera social repele los desvíos y degeneraciones. Pero allá donde tales desvíos y degeneraciones no son repelidos, sino aireados y glosados por los medios de comunicación (a veces con farisaico escándalo, a veces con la intención apenas disimulada de excitar la curiosidad), resultará inevitable que quien padezca alguna propensión abyecta se sienta inducido a darle rienda suelta.
Chesterton lo explicaba maravillosamente: «El mundo se ha teñido de pasiones peligrosas y rápidamente putrescentes; de pasiones naturales convertidas en pasiones contra natura. Así, el efecto de tratar la sexualidad como cosa inocente y natural es que todas las demás cosas inocentes y naturales se empapan y manchan de sexualidad. Porque no se puede conceder a la sexualidad una mera igualdad con emociones o experiencias elementales como el comer o el dormir. En el momento en que deja de ser sierva se convierte en tirana». En efecto, cuando las pasiones se desembridan, acicateadas por la publicidad, se convierten en pasiones putrescentes, ansiosas de conquistar nuevos finisterres de perversidad que combatan el hastío de la carne. Contra facta argumenta non valent; pero nuestra época es experta en negar los hechos.