Es un hecho enorme este gigantesco éxodo en masa de cristianos expulsados por el solo hecho de ser cristianos de los lugares donde estaba radicada, desde hace milenios, la presencia cristiana.
Por lo tanto, por lo que la tradición católica llama el odio a la fe. Y esto hay que decirlo de manera explícita: no sólo se les echa de sus casas, se les priva de todos sus bienes y de sus derechos y, por consiguiente, de la posibilidad de subsistencia: la razón de todo esto es la fe.
Y esto los cristianos, la Iglesia, no pueden no sentirlo como un hecho terrible y a la vez grandioso, porque el acontecimiento es el martirio.
He escuchado con mucha gratitud las intervenciones del Papa Francisco, tan fuerte, tan apasionado y a la vez tan profundamente lleno de dolor, de compasión. Con no menos gratitud he leído la larga entrevista del cardenal Kurt Koch al Osservatore Romano, que ha ofrecido un momento de dolorosa reflexión sobre este hecho. No se entiende por qué algunas cosas son llamadas Shoah y para éstas no se utilice el mismo término, que nos habla de una horrorosa e irracional violencia ideológica contra el otro por el simple hecho de tener una posición religiosa distinta de la propia.
Pero el cardenal Koch ha insistido sobre un aspecto que no está siempre en primer plano en las intervenciones del mundo católico. El problema es que hay una gran dificultad a denunciar de manera explícita. Los responsables de estos espantosos actos tienen nombre y apellidos concretos, y no sólo los de los últimos, los de los epígonos de este suceso de criminalidad ideológica: hay una tradición que se remonta más atrás, a los siglos de la presencia islámica en Oriente Medio y en Europa.
Ahora bien, el cardenal Koch dice que deberíamos ser más valientes en la denuncia. Bien, el valor es siempre un elemento fundamental para una presencia cristiana, pero sobre todo en un momento como este. El valor es un aspecto del testimonio cristiano, es un aspecto fundamental del impacto con la realidad del mundo y de los hombres que en él viven. Estas responsabilidades, por lo tanto, deben ser dichas y proclamadas; en caso contrario, también las denuncias y la voluntad de compartir la terrible situación de muchos de nuestro hermanos corren el riesgo de ser parciales.
Ciertamente, nosotros los occidentales, en especial nosotros los cristianos de este Occidente que, justamente, ha sido indicado en los últimos tiempos como caracterizado por un profundo cansancio, corremos el riesgo de no enfrentarnos a la realidad conforme a todos sus factores. Sobre todo intentamos esconder, o por lo menos reducir, el impacto con este mundo islámico que, nos guste o no, tiene la responsabilidad histórica de estos hechos hoy, como también en los siglos que precedieron al último.
Tal vez prevalece una voluntad de diálogo a cualquier precio que deprime la verdad. Y un diálogo sin la verdad o que no parta de la verdad no es un diálogo: es un compromiso, es una connivencia, es una indolencia.
Recuerdo aún las intervenciones del Papa Benedicto XVI durante el inolvidable Sínodo sobre la nueva evangelización, cuando intervino diciendo que «el diálogo es en medida de la fuerza de la propia identidad»; y la fuerza de la propia identidad es la plenitud de la conciencia crítica de la propia identidad. El diálogo es expresión de una cultura: el diálogo no produce cultura, la expresa.
Nos escondemos, o corremos el riesgo de hacerlo, ante esta terrible amenaza que incumbe sobre Occidente, y no solo sobre Occidente, haciendo un poco lo que han hecho las denominadas democracias liberales burguesas respecto al terrible hecho hitleriano, en los tiempos inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial. No tener el valor de hacer esta denuncia está exactamente en la medida de la debilidad de la fe. El resto acaba siendo sólo un vaniloquio. Y la Iglesia no necesita vaniloquios. Y, por lo que yo sé, tampoco Dios.
Artículo publicado originalmente por monseñor Luigi Negri, arzobispo de Ferrara, en Il Giornale.
Traducción de Helena Faccia Serrano.