En una entrevista sobre G. K. Chesterton, me pidieron que hablase de su conversión y me puse a hacerles, sistemático y puntilloso, la precisión de que Chesterton tuvo, en realidad, tres conversiones sucesivas. Entonces lo vi claro. Le empujaron a tri-convertirse los tres enemigos del alma: el demonio, la carne y el mundo. ¡Qué tridente de paradojas tridentinas!
La primera conversión fue al deísmo. Chesterton, jovenzuelo de su época, flirteó con el nihilismo y el ateísmo y practicó, a la vez, el espiritismo, contradicción en boga entonces. Pero él la vio: la contradicción.
Jugando a la ouija con su querido hermano, experimentó la existencia de un ser espiritual esencialmente malvado: el diablo. Chesterton dedujo que, si existía tal ser, tenía que existir, muy por encima y mucho antes, Dios. El diablo había hecho apostolado.
Quizá alguien considere excesivo que yo catalogue su amor por Frances Blogg, que lo deslumbró, como “la carne”. Pero no estoy forzando mucho los conceptos. Era, frente a los amores románticos, espiritualizados, idealizados, un noviazgo de carne y hueso.
Frances, además de muy guapa, era una anglicana muy cumplidora y condujo a Chesterton a su segunda conversión. Ya creía en Dios, pero empezó a postrarse en la iglesia, encarnación, precisamente, de la fe.
A partir de ese momento, Chesterton, que había entretenido prejuicios anticlericales o antipastorales (porque alcanzaban también a los pastores protestantes), dejó de tenerlos. Comprendió la razón del rito y la importancia de la institución. Ya no dejaría jamás de defenderlos. Fue una conversión inesperada, tanto como su enamoramiento correspondido.
El amor a su mujer y, por tanto, a la Iglesia anglicana fue la causa que retrasó su conversión al catolicismo romano. Lo que le empujaba era, paradójicamente, el tercer enemigo del alma: el mundo. Veía claramente Chesterton “lo que está mal en el mundo”, empezando, como contestó una vez en una entrevista, por él mismo. Y veía que contra el mundo solo se alzaba, radicalmente, la Iglesia Católica. Que, para empezar, contra lo primero que estaba mal (él mismo), ofrecía el prodigioso sacramento de la penitencia y que, contra lo demás, no se plegaba lo más mínimo al discurso dominante.
Su amada Iglesia anglicana, que era la de su amada, no se enfrentaba con la misma radicalidad a las modas ni a las imposiciones de su tiempo. Acabó convirtiéndose contra mundum y, al cabo del tiempo, Frances siguió sus pasos.
He hecho un resumen apresurado, porque me interesa subrayar que hasta los enemigos más clásicos y acérrimos del alma pueden salvárnosla, si se les mira en el ángulo adecuado. La lección paulina es muy chestertoniana: todo es para bien.
Hay que amar a nuestros enemigos porque nos mejoran y acendran. Incluso si no somos capaces de convertirlos a ellos, ellos pueden convertirnos a nosotros, y habrán hecho, quieran o no, una gran obra de misericordia. Que se les tendrá en cuenta, seguro, gracias a nosotros.
Publicado en Revista Misión.