La otra tarde me puse a releer a Santa Teresa. No conozco a nadie –creyente o incrédulo– que, habiéndose aproximado sin prejuicios a la figura de Santa Teresa de Jesús, no haya caído subyugado ante ella. Creo que la razón de esta subyugación no es otra que su poderosísima, palpitante, desnuda humanidad; una humanidad tan en vilo, tan a flor de piel, que se hace celestial sin afectación. Santa Teresa fue, sin duda, una criatura excepcional, adornada de virtudes sin cuento; pero fue, antes que nada, una criatura humanísima, llena de ímpetu y entusiasmo, llena de franqueza y gracejo personal, llena de una cautivadora y bulliciosa alegría interior (que, como mujer humanísima que era, a veces también tenía sus desfallecimientos melancólicos), llena de Dios por los cuatro costados, henchida y restallante de Dios, como las sábanas que se colgaban de los tendederos estaban henchidas y restallantes del aire de la mañana. Hay en ella un sentido matinal, candeal, sabrosísimo de Dios: Dios se hace hogaza recién salida del horno en el corazón de Santa Teresa; y se comunica, como una nutritiva fragancia, a quienes a ella se acercan.
Paradójicamente, este ‘engolfarse de Dios’, este alzarse hasta Dios no lo logra Teresa desprendiéndose de su humanidad, sino recogiéndose en ella, para que su humanísima vida sea el nido donde se entable esa ‘conversación’ divina. Cuanto más descaradamente mística es Teresa, más desaforadamente humana también: la mujer atravesada por un dardo candente que la abrasa de amor divino es también la mujer que mete en vereda a los arrieros que la acompañan en sus fundaciones, reprendiéndolos cada vez que sueltan una palabra gruesa; la mujer que logra desposarse con Cristo –como un arroyito entrando en el mar, como una pieza donde la luz de dos ventanas se funde en una sola– es también la mujer que escribe coplas para ‘exorcizar’ los piojos del sayal carmelita; la mujer que tiene arrobos y visiones es la mujer que trajina en la cocina o se entiende con picaruelos como Alonso de Andrada, un estudiante pobre que le encontrará casa en Toledo para fundar. Quiero decir que la mayor intimidad con Dios supone en Teresa alejamiento del mundo (si entendemos ‘mundo’ como enemigo del alma), pero nunca renuncia a su propia humanidad ni alejamiento de la humanidad del prójimo; por el contrario, la contemplación de Dios le enseña también a contemplar mejor a los hombres, a perdonar sus mezquindades, a templar sus pasiones, a abrazar sus dolores. Y a espolvorearlo todo con un sentido del humor único, que echa a barato las contrariedades y encuentra siempre motivos de gozo en la dificultad.
No se ha estudiado debidamente el sentido del humor teresiano, que es en parte bobería fingida (¡y qué bien sabía hacerse la boba cuando le conviene!) y en parte sorna dicha en sordina, con mucha humildad, mas no por ello con menor eficacia. En todas sus batallas, lo mismo con clérigos cerriles que tratan de imponerle mandatos irracionales que con los nobles que pretenden mangonear su reforma, Teresa emplea siempre un humor chispeante que acaba desarmando a sus detractores; y también un humor que le sirve a menudo para reírse de sí misma; e incluso para hacer bromas de Dios y con Dios.
Teresa entendió que la negación de uno mismo que exige la santidad es, al mismo tiempo, afirmación de lo más verdadero de uno mismo. Teresa se desprendió de sus lacras y de sus defectos para descubrir su naturaleza más verdadera, no para sepultarla; y, descubriéndose mejor a sí misma, alcanzó más plenamente la amistad de Dios, que nos quiere despojados pero nunca amputados. Y que desea que, en nuestro trato íntimo con Él, nada de nuestra humanidad quede asfixiado; ni siquiera nuestro gusto por la ironía. Muchos de sus contemporáneos no lo entendieron; y trataron de impedir su reforma con uñas y dientes, con las razones más variopintas y peregrinas. Su imaginación chispeante de gracia, su naturalidad desarmante, sus intuiciones llenas de una sabiduría honda escandalizaron a muchos hombres de su tiempo, que no soportaban –que no comprendían– su pasión acérrima, su entrega cordial, su orgulloso denuedo, tampoco su escritura, en la que nos describe las cosas más inefables como si nos hablase de las cosas más cotidianas, describiendo sus coloquios divinos con el mismo lenguaje que emplearía para describirnos un paseo por el campo o una receta de cocina.
Y así, leyéndola, se me vino la noche encima, tan callando. Me dio vergüenza encender las lámparas, para no espantar la dulzura de aquel momento.
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