La repatriación del misionero Miguel Pajares nos permite reflexionar sobre la mezquina condición humana, que en estos días ha vuelto a exhibirse en todo su repugnante esplendor, aliada con esa pasión azufrosa y renegrida que es el odium fidei, tan arraigado en el solar hispano, por donde sigue vagando errante la sombra de Caín.
A Miguel Pajares lo han traído de Liberia, infectado por el virus del Ébola, en un avión militar que reunía las condiciones de asepsia necesarias para evitar el contagio.
De inmediato, empezó a solicitarse desde esas letrinas de interné donde la chusma vomita su bilis que la orden hospitalaria abonase los gastos derivados de la repatriación; y pronto (¡alguien tenía que aplacar a la ciudadanía quejosa!), salió a echar un cable a esta solicitud indigna la directora general de salud pública, Mercedes Vinuesa, en una comparecencia que podría calificarse sin exageración de oprobiosa.
Me dio mucho asco escuchar las insinuaciones de esta señora, a la vez medrosillas y taimadas, temerosas de que se le echasen encima las hordas por pagar el traslado de un religioso y a la par haciendo méritos ante sus superiores, que le demandan austeridad y ahorro.
En España, se han pagado rescates a tocateja y con cargo al erario público (aun sabiendo que tales rescates servirían para financiar actividades criminales) por turistas solidarios secuestrados por islamistas, a los que, una vez liberados, se les ha devuelto sanos y salvos a sus casas, en aviones militares, sin exigirles ni una peseta a cambio.
En España, cada vez que un dominguero con ínfulas de alpinista se pierde en el monte, se monta un dispositivo de búsqueda que dura semanas, con helicópteros y toda la órdiga sobrevolando la zona, hasta que al fin se encuentra al dominguero, vivo o muerto. Y nadie protesta por que el presupuesto público se emplee en sacar las castañas del fuego a gente que se ha metido en líos frívolamente, por afán de aventura o ganas de lavar su mala conciencia de pijo o simplemente por hacer el mamarracho.
Pero a un misionero que lleva cincuenta años en África, sanando de cuerpo y de alma a multitud de enfermos (¡si sólo los sanase de cuerpo, todavía!) no se le puede pagar el avión que lo traslada a España, no sea que se desaten las iras anticlericales o la oposición aproveche el episodio para sacar trapos sucios sobre el deterioro de nuestra sanidad.
Afortunadamente, el presidente Rajoy salió a estrangular este episodio rastrero y desmentir los titubeos de su subalterna, recordando que al Gobierno lo obliga un deber de auxilio hacia los españoles que sufren percances fuera de sus fronteras (¡aunque sean frailes, Vinuesa, aunque sean frailes!) y solicitando que no se utilice la repatriación del misionero hospitalario con fines demagógicos.
Hemos de concluir, pues, que esta Mercedes Vinuesa ha hablado poniéndose la venda antes de que hubiese herida, tal vez por aplacar a las jaurías que regaban de espumarajos las redes sociales, o tal vez por colgarse una medalla de plusmarquista de la racanería ante su jefa, la inefable Ana Mato, que a esa misma hora a lo mejor estaba firmando una partida de cooperación para sufragar el aprendizaje del uso del silbato en las ceremonias de cortejo de la etnia batutsi (soplado, por supuesto, de modo tal que los silbidos no sean sospechosos de promover la desigualdad de género).
Esta cicatería de Mercedes Vinuesa, intimidada ante el cainismo salpimentado de odium fidei, nos habría dado asco, si antes no nos hubiese dado pena.
La pena de saber que estamos en manos de gente pusilánime y cagapoquito, capaz de perder la dignidad con tal de halagar a la chusma.