Tras haber pasado el 82° cumpleaños, Joseph Ratzinger comienza su quinto año de su papado. Defraudando una vez más a quienes no lo conocen, el peso de la tiara no le ha agotado, y no le ha faltado la energía para viajes difíciles como el africano. Mérito incluso desde el punto de vista de la fe. No olvido la expresión de sorpresa cuando le pregunté si eran tranquilas sus noches como Cardenal Prefecto de la Doctrina de la Fe. En esos momentos la contestación clerical estaba furiosa y sobre su mesa de oficina se acumulaban informes preocupantes de todas partes del mundo. Y con sorpresa, entonces, me respondió: "Hecho el examen de conciencia y rezadas mis oraciones, ¿por qué no debería dormir tranquilo? Si me inquietara, no tomaría en serio el Evangelio que nos recuerda, sin cumplidos, que cada uno de nosotros no es sino un «siervo inútil». Tenemos que hacer a fondo nuestro deber, pero sabiendo que la Iglesia no es nuestra, la Iglesia es de aquel Cristo que quiere usarla como instrumento pero que permanece para siempre como Señor y Guía. A nosotros nos pedirá cuenta de nuestra diligencia-deber, no de los resultados". Es con este mismo espíritu que él aceptó el peso del papado, por obediencia, por el amor a la Iglesia, así como cuando, siendo todavía joven profesor, había sufrido pero no se había quejado cuando Pablo VI lo sacó de su querida universidad para ponerlo en la dirección de la gran diócesis de Munich en Baviera. Cambiándose, en abril de 2005, al nuevo escritorio – a unos cientos de metros, en línea recta, del que había ocupado durante 24 años-- no ha cambiado su estilo, marcado por la constancia y la paciencia, sobre un fondo muy germánico de seriedad, de precisión, de sentido del deber. El programa lo había manifestado ya claramente, desde 1985. con su Informe sobre la fe: una “reforma de la reforma”, con el regreso al Vaticano II «verdadero», no a aquél imaginario de los progresistas sedicentes, vociferantes. Fidelidad plena a la letra de los documentos del Concilio, no a un presunto, impreciso “espíritu del Concilio”: y así, continuidad, no ruptura en la historia de la Iglesia, para cual no hay un antes y un después. Un objetivo claro, perseguido primero como principal asesor teológico de Juan Pablo II, aunque a veces no estuviera del todo en sintonía con él. La amistad leal entre los dos, pronto convertida en afecto, no impidió la perplejidad del Cardenal respecto a algunas iniciativas, como el encuentro sincretista de Asís, la petición de perdón por los pecados de los muertos, la multiplicación de los viajes en detrimento del gobierno cotidiano de la Iglesia, el exceso de beatificaciones y canonizaciones, la espectacularización de los actos religiosos, como con una estrella rock en el palco papal, o la elección de los ornamentos litúrgicos siguiendo indicaciones de los directores de televisión. Cuando, llorando con sincero dolor al amigo venerado, toma su puesto, ahora como Benedicto XVI, sin ni siquiera haberlo esperado, Joseph Ratzinger ha continuado su trabajo paciente. Un adjetivo que no empleamos adecuadamente. En efecto, la paciencia se caracteriza desde siempre: por el respeto de las personas, por el realismo del cristiano que sabe que es necesaria larga perseverancia para cambiar las cosas, por la conciencia de que la Iglesia tiene en sí toda la historia y sus ritmos no son los del “mundo”. Así, se molestaron aquellos que temían o, por el contrario, esperaban una especie de bombardeo en aquella liturgia cuya "reforma de la reforma" era, según el cardenal Ratzinger, una de las cosas más necesarias y tal vez urgentes. Su "revolución pacífica" no comenzó con algún decreto para la Iglesia universal, sino con la sustitución del Maestro de Ceremonias Pontificias, eligiendo a un liturgista afín a él: de este modo, antes que con órdenes, la vuelta a los ritos en la línea de la Tradición sería iniciada con el ejemplo que venía desde arriba. Si el Papa celebra así, no deberán, antes o después, hacerlo igual el obispo y el párroco? Paciencia y prudencia, incluso en la lengua litúrgica, no cambiando los misales sino haciendo convivir el latín con la lengua del pueblo, testimoniando así que el Vaticano II no está en ruptura con la Tradición y que San Pío V no fue menos católico que Pablo VI. Mucha paciencia en relación con la Nomenklatura eclesial: ésta no se ha conmovido, pero a los observadores atentos no se les escapan las sustituciones y nombramientos, que revelan una estrategia prudente y al mismo tiempo incisiva. Sin embargo, poco se entendería de este pontificado si no se tuviera en cuenta que, para Joseph Ratzinger, el problema de los problemas no es la «máquina» eclesial, sino el combustible; no es el Palacio, son los cimientos. Es decir, la fe que sabe amenazada en sus raíces, la fe que muchos consideran incapaz de hacer frente al asalto de la razón, la fe asediada por todos lados por las dudas. La crisis, más que de la institución, es de la verdad del Evangelio que la sostiene y le da sentido. Como me dijo en una ocasión: "Estamos ahora en una situación en la que yo mismo me sorprendo de quienes siguen creyendo, no de quienes no creen”. Dramática constatación, que sirve de base de un pontificado cuyo centro, no por casualidad, es la búsqueda (paciente ..) de una nueva relación entre la razón moderna y la antigua fe. Vittorio Messori Publicado el 20 de abril en Corriere della Sera, con el título La ricerca paziente di Ratzinger Traducido del italiano por ReL