Días atrás dije que iba a ocuparme de la inmensa tarea que espera al nuevo arzobispo que venga a Madrid, dado que la sustitución del cardenal Rouco ha de producirse algún día por motivos de edad. ¡Digo yo!
Monseñor Rouco, al que debo el obligado respeto por ser feligrés suyo y por el que siento especial afecto, ha venido mostrando una cierta predilección por los nuevos movimientos o realidades eclesiales, en particular por los neocatecumenales, o esa es la impresión que da, vistas las cosas desde la distancia. En cambio, la pastoral parroquial parece aletargada, dormida, anclada en una rutina mortal de necesidad, por el envejecimiento progresivo de los parroquianos y el conformismo de los párrocos.
No desdeño la acción evangelizadora de ningún movimiento apostólico, nuevo o viejo, estos últimos una vez superados los efectos desertizadores y catastróficos del postconcilio. No obstante, su actividad no pasa de ser un recurso parcial, una acción fraccionada, una especie de parcheo en este o en el otro campo, en este o en aquel otro lugar. Incluso, una cierta guerra de guerrillas de partidas dispersas sin coordinación alguna entre sí.
Los movimientos, las nuevas “realidades”, como las congregaciones, como las órdenes religiosas a lo largo de la historia, nacieron y vienen naciendo para atender carencias concretas de orden social, religioso o misionero. Pero, con demasiada frecuencia, lo que empieza siendo un servicio a la Iglesia y a la expansión de la fe, acaba siendo un grupo endogámico más preocupado por su propia expansión que por el de la Iglesia en general. Es una ley sociológica que raramente deja de cumplirse: el medio se convierte en fin, y el fin en medio.
La parroquia, sin embargo, es el núcleo básico y primario de toda diócesis, del mismo modo que la familia lo es de la sociedad y también de la Iglesia, y el municipio de la organización administrativo-política de todo Estado.
Por lo tanto, cualquier proyecto evangelizador de carácter general no puede prosperar o alcanzar amplia repercusión sin apoyarse en las parroquias, y a partir de éstas, asentarse sólidamente en las diócesis. Pío XI, cuando creó la Acción Católica, la pensó entroncada en las parroquias, y a partir de ellas en las diócesis. Esa Acción Católica prestó grandes servicios a la Iglesia durante largos años allí donde arraigó.
En todo caso, ¿cómo deberían ser esas parroquias evangelizadoras? Lejos de mí la pretensión de dar lecciones a nadie, ni trazar la hoja de ruta a ningún pastor de gama alta, media o simplemente de diminutas parroquias tal vez perdidas en medio de la nada. No obstante, algo habrá que decir sobre esa imaginada parroquia viva y puesta al día. Emplazo al lector hasta la semana próxima para seguir comentando este tema, que me parece vital para reavivar la base de la estructura eclesial.