Hay cosas que ya no desearíamos volver a oír y escuchar: continuas intervenciones sobre las dificultades de la Iglesia, sobre el conjunto de sus incumplimientos morales. No porque pretendamos que la Iglesia no tenga defectos o límites, sino porque la esencia de la cuestión que atañe a la Iglesia es otra: tal como nos enseña el magisterio eclesial de la tradición con una fidelidad absoluta, la Iglesia es un misterio.
No se puede reducir la Iglesia a ningún conjunto de condiciones o de condicionamientos humanos. La Iglesia no se redujo, ni podía ser reducida, a la Iglesia de los paganos o a la de los griegos. A lo largo de su historia, la tentación siempre ha sido identificarla con un problema emergente o con un problema que se consideraba decisivo. Sin embargo, la Iglesia tiene un único problema decisivo: la fidelidad a Jesucristo y la evangelización.
La jerarquía de los valores de la Iglesia, esa a la que debe permanecer fiel y a la que siempre debe volver, es que, ante todo, está Cristo. El resto es su consecuencia. "Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura" (Mt 6, 33).
La dificultad hoy es ver a una Iglesia que se afana en seguir los problemas del mundo y en plantearlos según la mentalidad mundana y sin tener la firmeza y la energía de revertir la lógica de dicha jerarquía; una Iglesia que se preocupa por conseguir resolver los problemas tal como los plantea el mundo y según las preferencias del mundo.
La Iglesia tiene una tarea prioritaria: vivir su relación con Cristo y comunicar a los hombres la novedad de vida que implica la presencia de Cristo, que le da la presencia de Cristo. Y al hacer experiencia de esta novedad de vida debe comunicarla inexorablemente a todos los que viven en este tiempo como han vivido en otros tiempos. Lo que es necesario es tener siempre clara la jerarquía de los valores y de los problemas y no acomodarse a toda prisa a ellos según nos propone, y nos acaba imponiendo, la mentalidad mundana, sino haciendo manar de la experiencia de fe la capacidad de establecer una jerarquía de valores, nueva cada vez, a los problemas humanos, sociales, culturales y políticos.
La Iglesia se juega hoy su credibilidad no en el hecho de seguir diciendo que en ella se han perpetrado abusos, aunque ciertamente se han perpetrado abusos; tampoco en decir que la Iglesia tiene que pedir perdón, porque además no se consigue establecer ni decir con claridad a quién debe pedir perdón: ¿a la mentalidad dominante, a las instancias fundamentales de la sociedad? ¿O tiene que pedir perdón a Dios? Ni siquiera esto está claro.
La Iglesia, en cambio, tiene que recuperar la gran lección de la tradición, a saber: que la Iglesia es un misterio de Dios ofrecido a los hombres. La Iglesia es el misterio de Cristo que está presente en ella: no se confunde con ella, pero tampoco vive separado de ella. Es la presencia -según la imagen de la tradición- del cuerpo y de los miembros, del esposo y la esposa.
Nosotros debemos revivir el misterio de la Iglesia, que es un misterio de comunión del Señor con nosotros y la llamada de los hombres a vivir la comunión con Él. Este comienzo, sencillo y radical, debe invocarse continuamente para, luego, ser propuesto a los hombres.
Es determinante, por tanto, que la Iglesia viva de la oración, no de la afirmación de proyectos, intenciones, diagnósticos, análisis. Estos podrán ser útiles en un momento determinado, pero lo imprescindible es confiar continuamente nuestra vida a Cristo, para que Cristo se adueñe de ella. Todos nos reconocemos en esa magnífica definición de Jean Guitton: pedir al Señor que ocupe totalmente nuestro corazón y que no quede ni una pulgada de él sin Su presencia.
La vida es nuestra porque es de Dios: el sentido de nuestra vida también lo poseemos nosotros, pero no porque lo creemos con nuestra inteligencia o nuestra capacidad cultural, social y política, sino porque este sentido de la vida nos ha sido dado; otorgado por un Origen que no controlamos y que nos impulsa hacia un resultado que tampoco controlamos, pero del que estamos seguros. Y así, nuestra vida se convierte en un camino. En palabras de Robert Spaemann, queridísimo amigo de Joseph Ratzinger, "el nuestro no es el sendero polvoriento de la nada, sino el sendero luminoso del ser".
Este es el desafío que recibimos, ante todo, de Cristo. Cristo que nos pregunta, "¿qué piensas de mí?". Esta gran pregunta que Cristo hizo a los primeros discípulos retumba en la vida, el corazón y la conciencia de cada generación cristiana. ¿Qué pensamos de Cristo, qué significa Cristo para nosotros? ¿La palabra de un alfabeto humano que se puede dominar desde el punto de vista de la cultura mundana, o la Palabra de otro alfabeto, el alfabeto de la Gracia? Cristo desafía cada día a la Iglesia para que ella encuentre su identidad en Él, por Él y con Él. La desafía para que acoja esta gracia como un don purísimo según la imagen, el ejemplo y por la protección de María Santísima; para que viva esta vida donada como experiencia inexorable de novedad, que no hay que conservar para uno mismo, sino que hay que entregar a todos los hombres. Esta es la raíz de la paz.
La raíz de la paz no es que se resuelvan todos los problemas según la mentalidad dominante. La paz es vivir la vida como obediencia a Dios.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducido por Elena Faccia Serrano.