Sobre lo que se requiere para que un sacerdote sea un buen confesor, dejemos hablar a San Juan Pablo II: "Para un cumplimiento eficaz de tal ministerio, el confesor debe tener necesariamente cualidades humanas de prudencia, discreción, discernimiento y firmeza moderadas por la mansedumbre y la bondad. Él debe tener, también, una preparación seria y cuidada, no fragmentaria sino integral y armónica, en las diversas ramas de la teología, en la pedagogía y en la psicología, en la metodología del diálogo y sobre todo, en el conocimiento vivo y comunicativo de la palabra de Dios. Pero todavía es más necesario que él viva una vida espiritual intensa y genuina" (exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia del 2 de diciembre de 1984, nº 29).
Igualmente debe tener auténtica empatía, que le permita ponerse en la situación del penitente, atendiéndole e interesándose sinceramente por él. Muchas veces la mejor ayuda consistirá en saber escuchar pacientemente, centrando toda su atención en el penitente y sus problemas. Este saber escuchar es un servicio que estamos llamados a prestar a la comunidad, porque permite a los individuos expresar cómo viven sus relaciones humanas y cómo desean ser aceptados y queridos. Saber escuchar sin culpabilizar, como hacía Jesús, es una actitud que hay que fomentar cada vez más en la Iglesia y en sus ministros.
Escuchar una confesión es oír lo que se nos dice, captar el mensaje, y en ocasiones, descifrarlo, para aprehender su verdadero significado y por otra parte ayudar al penitente a encontrar a Dios y eliminar los ídolos que nuestro subconsciente a menudo fabrica. En toda confesión se debe ayudar al penitente a encontrar a Dios y a recibir digna y fructuosamente el sacramento. El amor a las personas nos lleva a comprenderlas. Este saber escuchar no se improvisa, sino que, como todo acto verdaderamente humano, es algo que se aprende y a la vez es un arte. Supone capacidad de diálogo, sensibilidad hacia ciertas dimensiones de la persona y un saber darse cuenta de los mecanismos psicológicos que frenan el acceso a la conciencia moral adulta. Pero si logramos saber escuchar la confesión, puede ser profundamente humana y espiritualmente liberadora. Recordemos además que las personas, con frecuencia, no entienden lo que nosotros decimos con total exactitud, y que lo importante no es lo que nosotros decimos, sino lo que ellos entienden. No olvidemos que Dios nos ama, pero que respeta nuestra libertad hasta el punto de no imponernos su amistad y además el crecimiento de la presencia de Dios en nuestros corazones sigue las leyes de la naturaleza, porque la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, pero no la inventa ni la destruye.
Aunque la acción específica del sacerdote no está unida a su vida personal y se realiza incluso por ministros muy mediocres o en pecado, dado que su misión es servir de puente entre Dios y el penitente, esta misión será mucho más eficaz si el confesor es un hombre de Dios que cree y vive lo que hace, se esfuerza en su santificación y permite así más fácilmente el paso de la gracia. Recordemos en la vida de muchos santos el influjo decisivo de sus confesores.
"Para guiar a los demás por el camino de la perfección cristiana, el ministro de la penitencia debe recorrer en primer lugar él mismo este camino y, más con los hechos que con largos discursos, dar prueba de la experiencia real de la oración vivida, de práctica de las virtudes evangélicas teologales y morales, de fiel obediencia a la voluntad de Dios, de amor a la Iglesia y de docilidad a su Magisterio"(Reconciliatio et Paenitentia nº 29; Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral sobre el sacramento de la Penitencia Dejaos reconciliar con Dios, nº 82, 1989).
No olvidemos tampoco que el ejercicio de este ministerio no sólo sirve a la santificación de los penitentes, sino también, e incluso podemos decir sobre todo, a la del sacerdote confesor.