Siempre me ha llamado la atención en el episodio del pecado original, la frase que la serpiente dedica a la mujer en Gén 3,5: “es que sabe Dios que el día que de él comáis seréis como Dios, conocedores del bien y del mal”. Personalmente me encantaría ser como Dios, y siempre he tenido muy claro que mi máxima aspiración es la misma que la de cualquier otro ser humano: ser feliz siempre. El problema es si ello es posible. La primera pregunta que nos hacemos es: ¿puede el ser humano alcanzar su divinización? Para responder recordemos que Dios es Amor (1 Jn 4,8) y en consecuencia si logramos ser partícipes del amor de Dios e injertarnos en la vida divina podremos pensar que nuestra divinización y por tanto nuestra felicidad es posible, no por el camino que señaló la serpiente, es decir el de la rebelión contra Dios, sino por el camino contrario, el de la aceptación de las gracias de Dios y de nuestra respuesta de amor al amor que Él nos ofrece. Lo que Cristo pretende de nosotros es que colaboremos con Él para hacer realidad la venida del Reino de Dios. “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Lumen Gentium nº 9). Para ello quiere que seamos hijos de Dios y consecuentemente hermanos entre nosotros. El retrato divino que somos, pues Dios nos creó a su imagen (Gen 1,26), se vio averiado, pero no totalmente destruido, por el pecado, ofreciéndosenos nuevamente la filiación divina gracias a la salvación de Cristo. Ya el Antiguo Testamento había presentido algo de esto: textos de libros muy diferentes y alejados en el tiempo designan a Israel como “hijo de Dios”(Ex 4,22; Os 11,1; Jer 31,20; Is 43,6; Sab 18,13). Este don se ofrece a todos los hombres, y si bien permanece en nosotros la semilla del mal, ello no obsta para que esta filiación se nos dé como prenda (2 Cor 1,22) y don oculto (Col 3,3; 1 Jn 3,2), que puede perderse (1 Cor 10,12; 2 Cor 5,10), pero que de por sí debe permanecer en nosotros haciéndonos hombres perfectos según la medida de la plenitud de Cristo (Ef 4,13). Es decir se da en nosotros el inicio de la vida escatológica. Para Dios somos sus hijos (1 Jn 3,1-3) y nos ama, amor que nos demostró enviando su Hijo al mundo “para que nosotros vivamos por Él”(1 Jn 4,9). Somos nacidos de Dios (Jn 1,1113) y renacidos del agua y del Espíritu (Jn 3,5). Para S. Pablo somos hijos de Dios por adopción (Gal 4,4-7; Rom 8,1417; Ef 1,5), mientras que S. Pedro nos dice que somos consortes de la naturaleza divina (2 P 1,4) y santificados por el Espíritu Santo (1 P 1,2). Sería entender fundamentalmente mal el Evangelio interpretar la misión de Cristo moralmente, como si Jesús hubiese venido primariamente a enseñar a los hombres un código moral y a ayudarles a llevar una vida buena. Ciertamente Jesús nos enseñó que tenemos que responder al amor de Dios cumpliendo su voluntad y llevando una vida moral. Pero Jesús no vino como maestro de moral sino como nuestro redentor. Su misión primaria fue convertir a los hombres en hijos de Dios que tienen en Él una vida nueva. La filiación divina consiste sobre todo en participar del amor existente entre las personas divinas y supone en el hombre capaz de actividad, no tan solo un mero don, sino un actuar. El cristiano está seguro del cariño y de la fidelidad de Dios para con nosotros, a pesar de nuestras debilidades e incongruencias, y vive con una esperanza indestructible a la espera del triunfo final de Dios, incluso si muere como el grano de trigo sin frutos aparentes. Por ello la conducta cristiana será servir a Dios porque le queremos y deseamos responder con nuestro cariño a Aquél que tanto nos ha dado con anterioridad. La gracia que nos da el Espíritu Santo hace, si no la rechazamos y nos resistimos, que obre en nosotros el Espíritu produciendo como frutos "amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, dominio de sí"(Gal 5,22-23), paciencia, modestia y castidad. En consecuencia lo que Cristo quiere hacer de nosotros es hacer del hombre pecador un hijo de Dios. Con la filiación divina se realiza nuestra divinización, que es consecuencia del amor divino, y la dignidad humana alcanza su máximo grado. Por ello el hombre debe vivir para Dios y de modo especial el hombre cristiano para alabanza de su gloria (Ef 1,12). Esta idea que el mundo ha sido creado para gloria de Dios ha sido definida en el Concilio Vaticano I (Denzinger nº 1805). Por ello la realización de nuestra perfección consistirá en nuestra unión plena con Dios en la vida eterna por medio de Cristo glorioso: “Porque es en Cristo hecho hombre en quien habita la plenitud de la divinidad, y en Él, que es cabeza de todo principado y potestad, habéis alcanzado vosotros la plenitud”(Col 2,910). La segunda pregunta hace referencia al siempre: ¿Es posible ser feliz siempre, es decir es posible y existe la resurrección? San Pablo lo afirma categóricamente en 1ª Corintios capítulo 15: “Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido” (v. 17), “si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos lo más miserables de todos los hombres” (v. 19), “si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (v. 32). “Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 991). “La resurrección de la carne significa que después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros cuerpos mortales (Rom 8,11) volverán a tener vida” (CEC nº 990), si bien este cuerpo mortal “será transfigurado en cuerpo de gloria, en cuerpo espiritual (1 Cor 15,44)” (CEC nº 999). En pocas palabras y respondiendo a la pregunta del título: no es que hoy seamos dioses, pero sí, con la ayuda de Dios, vamos a ser divinizados. Pedro Trevijano, sacerdote