Estoy totalmente de acuerdo con varias afirmaciones importantes que en un
Manifiesto «Ante la crisis eclesial» acaban de publicar en
Religión Digital (8-4-2009).
El diario Deia (9-4-2009) publica el mismo Manifiesto, titulando así ingenuamente la noticia: «
Cien personalidades vascas firman una carta contra la Iglesia suscrita por 300 críticos» («contra la Iglesia», efectivamente). El Diario encarece la calidad teológica difícilmente superable de algunos de sus firmantes, entre los cuales media docena pertenecen a la «crème de la crème» del modernismo actual; los otros firmantes innumerables, todos con su DNI, son para mí desconocidos. Y junto a esa media docena, echo en falta las firmas de algunos asiduos a este tipo de Manifiestos. Estarán de vacaciones. En este Manifiesto contra la Iglesia se dice: «No hay aquí espacio para largos análisis, pero parece claro que
la causa principal de la crisis es la infidelidad al Vaticano II y el miedo a las reformas que exigía a la Iglesia». Totalmente de acuerdo. Si la fidelidad al Concilio, tanto en sus doctrinas como en sus directivas pastorales y disciplinares, se hubiera guardado con verdadera obediencia eclesial, no se hubieran producido los estragos causados por Estrada, González Faus, Tamayo, Lois, Raguer, Castillo, Arregui, Pagola, Torres Queiruga, Masiá, Pikaza, Vidal, Forcano, Sobrino y por tantos otros pesos pesados, pesadísimos, de la teología disidente. Sería tarea interminable componer una lista completa de ellos, aunque se limitara a los nacionales. Pero, en fin, como no quiero que los lectores se vean quizá perplejos, me apresuro a expresarme
in recto, con toda la verdad y claridad que el Señor me conceda. Vamos a ver. «No hay aquí espacio para largos análisis», pero simplificando mucho las cosas, aunque expresando la verdad, afirmo que en la Iglesia actual hay tres sectores diferenciados:
reformadores, moderados y deformadores. Me limitaré a describirlos sirviéndome de un par de temas.
La encíclica Humanæ vitæ –Los
reformadores queremos que su doctrina sobre la moral conyugal, que es la verdad de la Iglesia, se predique con más firmeza y urgencia, p. ej., en los cursillos prematrimoniales, y que sean censurados los maestros del error que la impugnan. –Los
moderados quieren que la doctrina de la Iglesia afirmada en la encíclica se mantenga, pero que no se predique casi nunca, que en el sacramento de la confesión, concretamente, se silencie, dejando sin más que los matrimonios se atengan a su «conciencia», y que, por supuesto, no se contradiga ni se sancione a los innumerables autores católicos que impugnan la doctrina de la Iglesia abiertamente. Libertad de expresión ante todo. La verdad acaba imponiéndose por sí misma. –Los
deformadores, que se parecen mucho a los protestantes, y más a los modernistas, son menos ambiguos, bastante más claros. El Card. Martini, p. ej., en
Coloquios nocturnos en Jerusalén (2008), viene a confesar que se avergüenza de la encíclica
Humanæ vitæ, por la que «se ha producido un gran perjuicio» a la relación de la Iglesia con el mundo actual (pgs. 141142). La Iglesia tardó mucho en reconocer sus errores sobre Galileo o Darwin; pero «en los temas en que se trata de la vida y del amor no podemos esperar de ninguna manera tanto tiempo [...] Probablemente, el Papa no retirará la encíclica. Pero puede escribir una nueva e ir en ella más lejos» (146). Ese «ir más lejos», ya se entiende, es una forma cautelosa y vergonzante de afirmar que la Iglesia tendría que «abrirse» a los anticonceptivos, preservativos, etc. (147148).
El Derecho Canónico penal. –Los
reformistas queremos que el Derecho canónico se aplique normalmente en la vida de la Iglesia, también sus secciones penales. El canon 1.371, p. ej., dispone: «Debe ser castigado con una pena justa: 1º, quien enseña una doctrina condenada por el Romano Pontífice o por un Concilio; 2º, quien desobedece a la Sede Apostólica, al Ordinario o al Superior» (cita abreviada). El canon no dice que
puede ser castigado, dice que
debe serlo. Pero, como se comprende, solo una reforma de la Iglesia puede recuperar la viabilidad de éste y de otros cánones. –Los
moderados piensan que la Iglesia debe mantener en el Derecho canónico la secular tradición de las penas, censuras, interdictos, excomuniones, pero que casi nunca, fuera de algún caso muy extremo, deben aplicarse las penas canónicas, como la indicada en el canon 1.371. Y ponen un gran cuidado en no imponerlas. Un Obispo, lamentándolo, me escribía hace poco: «El libro VI del actual Código ha reducido muchísimo este aspecto penal, y lo poco que ha quedado no se aplica. La aplicación de la ley penal debe ser excepcional y cuando es inevitable (comentario de la BAC al c. 1.317); pero es que no se aplica nunca». De este modo, herejes, cismáticos y asimilados pueden, dentro de la Iglesia, proseguir su labor tranquilamente en cátedras y publicaciones durante decenios. –Los
deformadores estiman que el Derecho canónico debería desaparecer de la Iglesia, que es puramente una comunión de caridad. Están convencidos, como Lutero, de que la ley eclesiástica lo único que consigue es judaizar el cristianismo, falsificar el Evangelio, dividir la Iglesia. Cánones como el 1.371 deberían desaparecer cuanto antes. Ya. Así piensan, entre otras razones, por la cuenta que les trae. No sigo. Basta con esos dos ejemplos. Ya para estas alturas los lectores han entendido todo perfectamente. Pues bien, procurando que las palabras se ajusten a las realidades –algo importantísimo en la lucha entre la luz y las tinieblas–, es urgente reservar el término de
reforma y de
reformadores a quienes, movidos por el Espíritu Santo, el único que puede renovar mentes y corazones, el único que puede hacer florecer los desiertos, pretenden –como Gregorio Magno, Francisco, Catalina, Cisneros, Ignacio, Trento, Teresa, Borromeo, Toribio, Pío X, Vaticano II– reformar la Iglesia, reafirmándola en su forma verdadera. Igualmente urgente es llamar
deformadores a quienes pretenden sacrílegamente cambiar su forma auténtica. Y también es urgente que los
moderados se hagan conscientes de que por el camino que llevan, bien ayudados por los deformadores que ellos no combaten, van conduciendo a la Iglesia a una ruina lenta, inexorable, y no tan lenta.
Actualmente en la Iglesia hay muchos moderados, muchos deformadores y muy pocos reformadores. Eso explica muchas cosas. Si Dios me lo concede, un mes de éstos inicio una serie de artículos que llevaría como título «
La reforma de la Iglesia en tiempos de apostasía». Pero sólo si Dios me lo concede. Pido oraciones.
José María Iraburu, sacerdote