Durante décadas, los libros escolares se convirtieron por estas fechas en la pesadilla de los padres; sobre todo de los padres de prole numerosa. Resultaba, en verdad, desquiciante comprobar cómo, en brevísimo lapso de tiempo, los libros de texto –con la excusa grotesca de su 'actualización' o 'puesta al día'– variaban sus contenidos, haciendo extremadamente difícil que pudieran ser utilizados por varios hermanos.
Las editoriales del ramo, en su afán por engrosar la cuenta de resultados, urdían picarescas varias, 'renovando' los contenidos de los títulos de su catálogo, las más de las veces con nimiedades que clamaban al cielo; pero fenómeno tan vergonzoso no hubiese sido posible sin la aquiescencia o complicidad de los poderes públicos, que se han dedicado a introducir constantes modificaciones en los programas educativos, bien a través de reformas legislativas nefastas, bien a través de la discrecionalidad frívola e irresponsable con la que se han desempeñado los reinos de taifas autonómicos. Cuestión aparte –pero concurrente– era la desmesurada cantidad de libros de texto que los niños, convertidos en sufridos porteadores, se veían obligados a cargar cada mañana, para castigo de sus costillas. Para bálsamo de esas costillas y alivio de los bolsillos paternos habría sido una magnífica solución recuperar un manual de estudio que, siguiendo el modelo de aquellas Enciclopedias Álvarez con que estudiaron quienes hoy ya son abuelos, compendiase en sus páginas todas las disciplinas. Pero la idea del manual único nunca fue tomada en consideración, tal vez porque los editores de libros de texto consideraron que ponía en peligro su negocio.
A la postre se ha impuesto la sustitución de los libros de texto por el uso de ordenadores o artilugios electrónicos de parecido jaez. Las presuntas ventajas de esta sustitución se han cantado por doquier: los niños ya no tienen que cargar con aquellos mochilones que amenazaban con aplastarlos (pero tampoco habrían tenido que hacerlo si se hubiese impuesto el libro de texto único) y las 'actualizaciones' de contenidos serían mucho más sencillas y automáticas; por lo demás, tal sustitución favorecería la adaptación de los niños a las nuevas tecnologías (¡como si no estuviesen ya sobradamente adaptados!), etcétera, etcétera. Como a nadie se le escapa, todo este repertorio de presuntas ventajas son pamplinas con las que se pretende enmascarar el afán de lucro; pero son pamplinas que encajan a la perfección con el empeño demagógico que ha impulsado durante la última década la acción de nuestras autoridades educativas, empeñadas en 'informatizar' las escuelas.
Pero, como a nadie que se detenga a considerarlo con actitud mínimamente reflexiva se le escapa, la introducción de este método de aprendizaje en las escuelas sólo ha servido para favorecer la dispersión de los alumnos e introducir distorsiones en la transmisión del conocimiento, cada vez más superficial e inconsistente, como ocurre siempre que la concentración que se requiere para las funciones intelectivas se distrae y desparrama en funciones colaterales de manejo de artilugios. Las neuronas, al igual que los músculos, se adiestran mediante el ejercicio; y unas neuronas que han dejado de afrontar retos, fiándolo todo a la información que se les suministra a través de una pantalla, acaban volviéndose camastronas e indolentes. La sustitución de los libros de texto por artilugios tecnológicos sólo conseguirá atrofiar cerebros: se reducirán las capacidades retentivas y nemotécnicas de las nuevas generaciones y se estimularán sus tendencias a la dispersión; formaremos generaciones incapacitadas para la lectura y fomentaremos dependencias y adicciones desintegradoras de la personalidad, así como otros trastornos neurológicos limítrofes (ansiedad, hiperactividad, insomnio, etcétera).
En un artículo reciente, nos hacíamos eco de un estudio reciente, que cifra en sesenta y cinco segundos el tiempo máximo que los adolescentes son capaces de concentrarse en una tarea, por culpa de la insensata omnipresencia de artilugios electrónicos en sus vidas. Estamos arruinando frívolamente las facultades intelectivas de nuestros hijos, después de haber arruinado las nuestras. Pero la fascinación tecnológica es el sino de nuestra época; y en su altar se sacrifica lo que haga falta, empezando por el sentido común y terminando por nuestros propios hijos. La fascinación tecnológica es un nuevo Moloch en el que estamos dispuestos a ofrendar sus vidas.
Publicado en XL Semanal.