Ante la terrible lacra de la guerra, de la violencia y del terrorismo que azota de manera tan cruel la sociedad de nuestro tiempo, todos los hombres religiosos, de fe, pero sobre todo, los líderes religiosos tenemos una responsabilidad específica: decir a todo el mundo que sin Dios no es posible la convivencia y la paz, no se encuentra el apoyo más fundamental y la exigencia más firme para el reconocimiento, afi rmación y respeto de la dignidad inviolable de la persona humana, de todo hombre. Conviene tener muy presente aquellas
palabras de San Juan Pablo II: «Las confesiones cristianas y las grandes religiones de la humanidad han de colaborar entre sí para eliminar las causas sociales y culturales del terrorismo, enseñando la grandeza y la dignidad de la persona y difundiendo una mayor
conciencia de la unidad del género humano. Se trata de un campo concreto del diálogo y de la colaboración ecuménica e interreligiosa, para prestar un servicio urgente de las religiones a la paz entre los pueblos. En particular, estoy convencido de que los líderes religiosos, judíos, cristianos y musulmanes, deben tomar la iniciativa, mediante condenas públicas del terrorismo, negando a cuantos participan en él cualquier forma de legitimación religiosa o moral. Al dar testimonio común de la verdad moral, según la cual el asesinato deliberado del inocente es siempre un pecado grave, en cualquier sitio y sin excepciones, los líderes religiosos del mundo favorecerán la formación de una opinión pública moralmente correcta. Ésta es la condición necesaria para la edificación de una sociedad internacional capaz de alcanzar la tranquilidad del orden en la justicia y en la libertad. Un compromiso de este tipo por parte de las religiones no puede dejar de adentrarse en la vía del perdón, que lleva a la comprensión recíproca, al respeto y a la confi anza. El compromiso que las religiones pueden ofrecer en favor de la paz y contra el terrorismo consiste precisamente en la pedagogía del perdón, porque el hombre que perdona o pide perdón comprende que hay una Verdad más grande que él y que, acogiéndola, puede trascenderse a sí misma» (Juan Pablo II).
Para la cohesión social y la convivencia en la sociedad es fundamental e imprescindible respetar la conciencia de todo hombre: el respeto de la conciencia de cada persona es fundamento necesario para la paz en el mundo. Para que haya paz, en efecto, todos han de respetar la conciencia de cada uno y no tratar de imponer a nadie la propia «verdad», respetando el derecho a profesarla, y sin despreciar por ello a quien piensa de modo diverso. La verdad no se impone sino en virtud de sí misma. Para esto es necesaria la formación de la conciencia, en la que las confesiones religiosas, junto con la familia y la escuela –sin olvidar los medios de comunicación– juegan un papel decisivo. En la tarea común en favor de la convivencia y la cohesión social, las religiones han de colaborar en este tema con la escuela ayudando a los jóvenes en su itinerario escolar, en sintonía con la naturaleza y la dignidad de la persona humana y con la ley de Dios, a que disciernan, busquen, descubran la verdad, a que acepten las exigencias y límites de la verdadera libertad, y a que respeten y acepten el correspondiente de los demás. «La formación de la conciencia queda comprometida si falta una profunda educación religiosa. ¿Cómo podrá un joven comprender plenamente las exigencias de la dignidad humana sin hacer referencia a la fuente de esta dignidad, a Dios creador? A este respecto, junto al de la familia, continúa siendo primordial el papel de la Iglesia católica, de las comunidades cristianas, de las otras instituciones religiosas; y el Estado, conforme a las normas y declaraciones internacionales, debe asegurar y facilitar sus derechos en este campo. A su vez, la familia y las comunidades religiosas deben valorar y profundizar cada vez más su preocupación por la persona humana y sus valores objetivos» (Juan Pablo II).
Un capítulo importante en el tema que nos viene ocupando varias semanas ya es el de la intolerancia, una de las más serias amenazas para la paz. Por lo que se refiere a la intolerancia religiosa, no se puede negar que, a pesar de la constante enseñanza de la Iglesia Católica, según la cual nadie puede ser obligado a creer, en el curso de los siglos han surgido no pocas difi cultades y confl ictos entre los cristianos y los miembros de otras religiones... Todavía hoy queda mucho por hacer para superar la intolerancia religiosa, la cual, en diversas partes del mundo, va unida a la opresión de las minorías.
Por desgracia, hemos asistido a intentos de imponer una particular convicción religiosa, bien directamente mediante un proselitismo que recurre a medios de coacción verdadera y propia, bien indirectamente mediante la negación de ciertos derechos civiles y políticos. Son bastante delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa viene a ser, o trata de serlo, una ley del Estado, sin que se tenga en cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa, e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables... Aun en el caso de que un Estado atribuya una especial posición jurídica a una determinada religión, es justo que se reconozca legalmente y se respete efectivamente el derecho de libertad de conciencia de todos los ciudadanos, así como de los extranjeros que residen en él, –en ese Estado o país–, aunque sea temporalmente, por motivos de trabajo o de otra índole.
Esto vale también para los derechos civiles y políticos de las minorías y para aquellas situaciones en que un laicismo exasperado, en nombre del respeto a la conciencia, impide, de hecho, a los creyentes profesar públicamente la propia fe, como, de hecho, está sucediendo en tantos países en los que se impone e impera el laicismo.
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