Un año más, el 8 de marzo, nombrado por toda la jauría internacional y sus tejemanejes consensuales Día de la Mujer, la gran ausente fue la mujer más importante de la historia de España y quizás de Europa: Isabel la Católica. Hecho que no ha de portar extrañeza, a tenor de los innumerables rompimientos que sufre la cordura de la sociedad actual, carcomida por ideologías entregadas a la causticidad en cuerpo y alma.
Isabel I de Castilla fue una mujer que desde sus convicciones religiosas reinó para la posteridad, demostró que las mujeres podían no solo reinar sino también gobernar y llevó a su cenit la monarquía como forma de gobierno y el catolicismo como identidad de España.
Según el historiador Luis Suárez, la reina puso en liza el sentido del deber de un monarca como nadie hasta ese momento, además de crear propiamente los conceptos de persona y de derechos. Sin ir más lejos, en el codicilio que redactó para su testamento se reconocía a los indios todos los derechos que correspondían a sus propios súbditos. El título de Reina Católica implicaba deberes y obligaciones que siempre tuvo en cuenta y fue una alumna aventajada de la moraleja "Los deberes y obligaciones nacieron antes que los derechos" y maestra del discernimiento entre la autoridad y el poder. De este modo aplicó a todos sus súbditos los tres derechos naturales que la Iglesia proclamara: vida, libertad y propiedad. Ella, como su marido el rey Fernando el Católico, prohibieron tajantemente reducir a nadie a la esclavitud. Pero hubo algo aún más portentoso: Isabel la Católica reinó haciendo honor a su título, fue lo que elevó sus pensamientos y decisiones durante toda la vida. Visionó el mundo que la rodeaba desde las alturas, percibió dónde habitaba la verdad y tuvo la determinación de defenderla. Lo hizo con éxito.
El 8 de marzo volvió a ser la gran olvidada, sin duda un olvido grandioso: el tributo que desde siempre han rendido los mediocres a los eternos mientras aquellos andaban enfrascados en mezquindades y fruslerías. Los sabios estudian al hombre desde las alturas y a Dios desde las llanuras. Tales coordenadas obraban en poder de la mujer más poderosa de la Europa cristiana. Fue la gran precursora de los derechos humanos en su defensa de la igualdad de los súbditos americanos, certificó la unidad de España en torno al catolicismo y mandó evangelizar un continente entero. Era muy consciente de lo importante que era la fe para España y España para la fe. Amó a ambas hasta los estertores: un amor bidireccional que solo podía entenderse desde la razón que da la causa de Cristo.
De aquella gran reina nació el metahumanismo español, basado en la fe y vivido en la mística, que tantas páginas gloriosas dio a nuestra patria. Fue ella la que nos enseñó que la mujer no debía ser títere de derechos instrumentales, sino dechado de virtudes.
Después de estos asertos, se podría inferir que Isabel la Católica no era feminista porque sabía que la feminidad de una mujer era demasiado elevada para encastillarse en menudencias: estaba destinada a empresas más grandes. Reinó y gobernó con destreza un mundo de hombres, forjando un imperio civilizador jamás visto. Capaz de servir al hombre desde las alturas y a Dios desde España.