En mis Visitas pastorales a las parroquias, reservo un tiempo largo para los niños y los jóvenes, con los que suelo abrir un turno de preguntas abiertas al obispo. Ellos, según su edad y su nivel, preguntan lo que les interesa. A veces una pequeña curiosidad, a veces preguntas de hondo calado y no fácil respuesta en pocas palabras, la mayor parte de las veces temas que a ellos les preocupan y sobre los que quieren saber la verdad. Se fían del obispo y quieren saber la verdad, en medio de este mundo tan relativista. Confieso que me he sentido muy a gusto con ellos y he procurado responderles con verdad en todo, aunque de tales preguntas hubiera surgido una imposible tertulia de varias horas. ¿Por qué las niñas no podrán ser sacerdotes?, -ha sido un pregunta repetida, que preocupa a pequeños y mayores, a ellos y a ellas. La pregunta tiene fácil respuesta, aunque para ser bien entendida debe ser respondida disipando comparaciones o discriminaciones por razones de sexo, a las que somos tan sensibles hoy, a Dios gracias. En primer lugar, Jesucristo no discriminó nunca a la mujer. La colocó al mismo nivel que al varón, admitiéndolas entre sus discípulos. En la escuela de Jesús había mujeres (Lc 8,2), cuando la mujer no tenía ningún acceso a la escuela de los rabinos. Las mujeres acompañaron a Jesús en su pasión y fueron las primeras testigos de su resurrección, cuando iban a embalsamar su cadáver. El Evangelio nos describe preciosos encuentros de Jesús con diferentes mujeres: la samaritana, la mujer adúltera, María Magdalena. En temas de matrimonio, Jesús enseña a superar el machismo, equiparando a la mujer con el varón (cf. Mt 19,1s). Más aún, la persona más grande en dignidad de todas las que Dios ha elegido como colaboradores en la obra redentora, es una mujer, María, la madre de Jesús. Ella es más importante que todos los demás discípulos juntos. Ahora bien, “Cristo, llamando como apóstoles suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad con que en todo su comportamiento puso en evidencia la dignidad y la vocación de la mujer, sin amoldarse al uso dominante y a la tradición avalada por la legislación de su tiempo” (Ordinatio Sacerdotalis, 2). Jesucristo, que no discriminó en ningún momento a la mujer, confió el ministerio sacerdotal a Doce varones. Y así lo hicieron los Apóstoles al elegir a sus sucesores. La Iglesia ha venido haciéndolo a lo largo de dos mil años, no por inercia, sino respetando la voluntad soberana de su Fundador y su Señor. Cuando en las últimas décadas algunas comunidades protestantes han planteado el tema, totalmente nuevo en la historia, de ordenar a mujeres para el sacerdocio ministerial, la Iglesia católica, por medio del Papa Juan Pablo II en 1994 ha manifestado definitivamente: “Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia” (OS 4). Ante la pregunta que me han hecho niños y jóvenes, la respuesta es sencilla: La Iglesia, en asunto de tanta importancia, no puede hacer otra cosa que lo que hizo su Señor. Si la Iglesia hiciera otra cosa, iría en contra de la voluntad de su Fundador, sería infiel a su Esposo Jesucristo. La fidelidad a su Señor está por encima de las modas de la época. El Papa Juan Pablo II nos ha ofrecido esta doctrina con carácter definitivo, es decir, irreversible e irreformable. En la Iglesia que Cristo ha fundado no habrá nunca mujeres sacerdotes. La mujer tiene mucho que aportar a la Iglesia en tantísimos campos, pero el sacerdocio ministerial ha sido, es y será confiado sólo a varones, tal como lo hizo nuestro Señor Jesucristo. Y esto será así siempre. Con mi afecto y bendición: + Demetrio Fernández, obispo de Tarazona