Me acabo de encontrar en la calle con una antigua alumna. Hemos charlado cordialmente y le he preguntado qué era de su vida. Me ha contestado que vive con un chico, que les va bien y que no piensan tener hijos. Me he separado de ella con pena, pensando cómo hoy tantos jóvenes, es mi opinión, están equivocando profundamente el sentido de su vida. Para muchos, si un joven y una joven se quieren, viven juntos y ya está. Y cuando el amor se enfría, como todo se reduce a lo inmediato, se separan y cada uno vuelve a empezar por su cuenta la aventura de la vida. La sexualidad se separa así del matrimonio y de la procreación. El llamado espíritu postmoderno subraya la importancia del presente y da primacía al hedonismo en la jerarquía de valores. Se busca tan solo la satisfacción de las necesidades afectivas inmediatas, sin preocupación por los valores éticos ni religiosos, con un rechazo de la moral de la Iglesia que pretende ser una autojustificación, pero que conduce también a una mayor vulnerabilidad ante la actividad sexual indiscriminada al carecer de principios. En esta concepción, la libertad se hace esclava del egoísmo, olvidándose que la libertad sólo alcanza su significado más profundo cuando desemboca en la entrega por amor de sí mismo al otro. El resultado es que aumentan las soledades, los fracasos sentimentales, los desengaños, depresiones y separaciones, con lo que surge así una sociedad más individualista, desarraigada, egoísta y triste. Hay, en efecto, toda una serie de ideas contrarias a la familia estable y regida por los lazos del amor, apoyadas por bastantes medios de comunicación social, que intentan convencernos de que lo que se lleva, lo progre, es el vivir con otra persona sin ningún compromiso, dándose cada vez más el tipo de parejas, especialmente entre los jóvenes, en las que ambos trabajan, por lo que tienen un buen nivel económico, pero desean sólo disfrutar de la sexualidad sin estar atados por ningún compromiso y mucho menos un compromiso estable y permanente, (“usar y tirar”, estoy con otra persona mientras me apetece, lo que supone servirse del otro), procurando no tener hijos, ya que hay una indiscutible relación entre la banalización de la sexualidad y la no apertura a la vida. Muchas veces he pensado que ese rechazo al hijo, por las incomodidades que conlleva, significa no darse cuenta que desde la concepción, y muy especialmente desde el nacimiento, un nuevo sentimiento invade la vida de los padres, y que al llegar el cariño, se produce un cambio radical, que hace que para ellos no haya nada más maravilloso que cualquier cosa que haga su hijo. En cambio en la mentalidad presuntamente liberada, las relaciones humanas se consideran objetos de consumo, teniendo relaciones afectivas sin compromiso responsable y definitivo. La sexualidad se presenta como algo inofensivo, no comprometedor, simple instrumento de placer o evasión, sin riesgos, claramente distinta de la visión tradicional en la que era apertura a la vida, con una función social institucional y abierta al valor religioso. Tampoco se da relación entre el acto sexual y la procreación, que es excluida, dando vía libre a las prácticas sexuales más variadas, y en caso de fallo recurriendo al aborto, así como desaparece la diferencia entre la sexualidad legítima e ilegítima, por lo que lo religioso y lo moral no tienen nada que decir sobre la conducta en este terreno. Pero no hemos de olvidar que la libertad personal no nos dispensa de la obligación moral de buscar la verdad, y una vez conocida, tenemos la exigencia y el deber de llevarla a la práctica. Los comportamientos y actitudes tienen objetivamente un sentido, pues hay cosas que son buenas o malas en sí y no depende de nosotros el que lo sean, por ejemplo todos los hombres de buena voluntad y con un mínimo de sentido común coincidimos en que el relativismo moral total con su ausencia de valores es falso y desastroso para la convivencia humana, pues en ese sistema no se admiten los derechos humanos ni la necesidad de llevarlos a efecto. Hemos de tener además muy claro que la distinción entre lo legal y lo ilegal, entre lo permitido y prohibido, no se identifica con el plano moral, en el de lo que se trata es la distinción entre el bien y el mal. El problema es que no se quieren asumir responsabilidades ni mucho menos tomar decisiones definitivas, porque se piensa que son esclavizantes e imposibles. No tener fe en el matrimonio supone una falsa concepción de lo que es la libertad y no creer en el amor durable. Los compromisos, el amor, el matrimonio y toda norma ética pasan a ser provisionales. La propia institución del matrimonio, antes considerada como salvaguarda de los derechos de los cónyuges y de los hijos, pasa a ser vista ahora como un obstáculo para la realización del amor y el ejercicio de la libertad personal. En el fondo el problema es el de la aceptación de Dios y las sendas que Él nos marca para alcanzar la felicidad, o el buscar ésta por nuestros propios caminos. En sus diversas formas, la negación de Dios lleva con frecuencia al rechazo de las instituciones y estructuras que forman parte del designio divino que comenzó a concretarse ya desde la Creación (cf Mt 19,3 ss). La ausencia de Dios, de ese Dios que es Amor (1 Jn 4,8), supone que si nos alejamos de Él, nos alejamos de lo que es de verdad el amor, haciéndonos incapaces de apreciar los valores y ello lleva consigo graves consecuencias religiosas y morales, como la pérdida del sentido religioso del matrimonio, la privación de la gracia del sacramento, la destrucción del concepto de la familia, el debilitamiento del sentido de la fidelidad, la despreocupación por los mayores, la afirmación del propio egoísmo y los posibles traumas psicológicos de los hijos, factores todos que conducen rápidamente al fracaso de una vida sin sentido, y es que al alejarnos de Él, nos alejamos de quien es Camino, Verdad y Vida (Jn 14,6) y de lo que da sentido a nuestra vida: el Amor. Pedro Trevijano, sacerdote