Comienzo con una afirmación: La religión lleva en su entraña misma, el ser factor de cohesión social e instrumento para la paz, hoy y siempre, en el mundo entero, en el espacio público de nuestra sociedad, y más aún en todos los espacios donde actualmente emerge y estalla la violencia y la guerra.
Soy consciente de que para algunos hoy – así se afirma en comentarios o se deja entrever en gestos– la afirmación de Dios hecha y vivida en las religiones, sobre todo monoteístas, genera irremediablemente intransigencia, intolerancia, dogmatismo excluyente, violencia. En consecuencia, habría que proceder sin más dilación a que desapareciese Dios del horizonte del hombre, ya maduro y adulto, y se superase la religión y las religiones que, por su parte, corresponderían a un estadio del desarrollo de la humanidad ya sobrepasado por la razón científica y tecnológica, y el progreso, o la autonomía ya lograda por el hombre.
Los cristianos, con toda humildad y sencillez, tenemos la certeza –que da el conocimiento de la fe– que la afirmación de Dios conduce a la afirmación del hombre, es raíz y fundamento de la dignidad e inviolabilidad de todo ser humano, y lleva consiguientemente a la paz y a la cohesión de la sociedad, basadas siempre en el respeto y promoción de la dignidad de todo hombre. Y como más vale un gesto que mil palabras, me remito al testimonio de aquel gran hombre de Dios, San Juan Pablo II, cuando, por ejemplo, ya muy anciano y sin fuerzas físicas, en el fragor de la incertidumbre del terrible 11 de septiembre de 2001 y de la amenaza de la violencia desatada, por su fe en Dios, no se quedó en su casa al abrigo seguro, sino que marchó a hacerse presente en un país de mayoría musulmana para allí mostrar la esperanza y alentar el encuentro entre los hombres y las religiones que brota de la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo.
También traigo a la memoria, gestos más recientes del actual Papa Francisco: como su llamada el pasado septiembre a la oración de todos los hombres de fe, fuesen de la religión que fuesen, en lo más álgido de la crisis terrible de Siria, al borde de una intervención externa que hubiese agravado aún más el conflicto; o también ese otro gesto de su reciente viaje a Tierra Santa como peregrino, –actitud de fe- , en medio de una situación conflictiva como la que atraviesa el Oriente Próximo y Medio, con el encuentro posterior aquí, en Roma, para orar juntos por la paz los Presidentes de Israel y Palestina, países enfrentados, con líderes religiosos judíos, islámicos, cristianos tanto católicos como ortodoxos.
O ese otro gesto recentísimo de su conmovedora y estremecedora visita a una zona de Italia tan castigada y dominada por los horrores desintegradores y destructores de la mafia, y las palabras tan claras y llenas de verdad y esperanza que allí dijo. Todos estos gestos y otros muchos que podríamos enumerar están diciendo a la vista de todos y a todos una gran verdad: «Sin Dios no es posible la convivencia, no será posible la paz; sin Dios no cabe la dignidad de la persona humana». La afirmación de Dios, a través de las expresiones de la verdad de la Religión, es factor imprescindible de cohesión social, de encuentro entre los hombres, de acercamiento y de superación de los conflictos cuando éstos emergen. La Iglesia no tiene otra palabra, ni otra respuesta a la necesidad de cohesión social, de superación de división, y conflictos, de convivencia y de paz que ésta: Jesucristo. El, Cristo, Dios –con–nosotros, rostro humano de Dios, mira con ternura a todos y cada uno de los hombres, los ama con pasión y se entrega por ellos sin reserva alguna, se inclina para curar y no pasar de largo de cualquier hombre robado, herido y tirado fuera del camino, se hace último para servir a todos como esclavo de todos, se abaja y hace suyo, en solidaridad sin fisuras, el sufrimiento de los hombres, hasta la muerte ignominiosa e injusta en cruz, en medio de los crucificados de la historia; así trae la paz y planta en la tierra la misericordia, que va más allá de la justicia. Nos muestra de este modo que la seguridad y la convivencia consiste fundamentalmente en la capacidad de misericordia, y ésta depende del reconocimiento de Dios que El mismo nos desvela en una carne como la nuestra, y en el madero de la cruz del que cuelga y se extiende todo el amor infinito de Dios y la voluntad de Dios consumada: amar hasta el extremo.
La Iglesia mira a los hombres con la misma ternura y con la misma libertad con la que actúa Jesucristo, que no es otra que la libertad para amar al hombre, la que refleja el rostro de Dios; mira a los hombres con la misericordia de Jesucristo y, a partir de ahí, les abre la esperanza de que todas las cosas pueden empezar siempre de nuevo y de que puede reemprenderse el camino que tiene en Dios una meta cierta : la del triunfo sobre toda violencia y toda muerte y la del cese de todo llanto trasformado en alegría que no se agota.
© La Razón