Cada año, el calendario civil ofrece una amplia gama de celebraciones, memorias, conmemoraciones y aniversarios que valen la pena ser recordados. Nacimientos insignes se suceden a recuerdos de batallas emblemáticas; unos días se celebra la vida, otros se tiene presente al enfermo; se homenajea al padre, a la madre, al niño. La mayor parte de esas fiestas vieron su luz gracias a esa inclinación natural humana al festejo, a la alegría, al reconocimiento de aquellas figuras que han aportado el don de sí mismas a la humanidad. Pero el recuerdo y el homenaje también se han tenido que convertir en denuncias que exigen la reflexión y el cambio. El día internacional de la mujer es una de esos días. La agilidad informativa ha propiciado un conocimiento mayor acerca de la situación actual que vive la mujer en sociedades de oriente y occidente. La violencia hacia ella no es algo nuevo. Los anales de la historia patentizan la barbarie de desigualdad y opresión a la que fue sometida durante siglos. La violencia aún perdura, si bien con distintos acentos, en algunas culturas puntuales. La violencia actual de la que es objeto la mujer no se reduce sólo a la dimensión del maltrato físico o verbal, si bien es el más visible e inmediatamente reprobable. Hoy por hoy perviven otros tipos de agravios, ofensas y humillaciones. En la cultura islámica, la mujer no ha podido encontrar el justo puesto que le corresponde como ser humano dotado de la misma dignidad que el varón; la no igualitaria paridad de oportunidades para el acceso a puestos públicos de gobierno, dirección empresarial, y aun a estudios o prácticas deportivas, no dejan de ser una forma de discriminación que clama una justa regulación que admita la aportación real y objetiva con la que puede contribuir la mujer. Huelga cualquier comentario respecto a la situación de repudio matrimonial que de ella puede realizar el hombre, o el utilitarismo pragmático al que se la somete al hacerla formar parte de un harem poligámico. En los países desarrollados o de culturas democráticas, la mujer tiene acceso al aparente liberalismo de paridades; es decir, se reconoce su igualdad respecto al hombre (derecho al voto, a ser elegida, prestaciones laborales, capacidad de posesión, etc.) pero a veces se la ha minusvalorado sutilmente, casi en silencio, al contribuir en la sociedad como persona dotada de una singularidad peculiar: ser madre y educadora nata. Para muchos ha dejado de ser vista como mujer para convertirse en objeto, en cosa; otro tipo de violencia que no puede pasar desapercibido. El reclamo social hecho en las primeras décadas del siglo pasado, a primera vista justo, por parte de grupos feministas, desembocó y degeneró en un nuevo tipo de violencia creciente: la de ver a la mujer como producto. Basta salir a la calle y ver los anuncios de cine, cosméticos, ropa, etc., donde la mujer ya no es valorada por lo que es en sí misma sino por lo que tiene físicamente o es capaz de adquirir. En una memoria como la que recordamos el día internacional de la mujer el 8 de marzo, no bastan sólo las denuncias; valen y cobran actualidad, sobre todo, las propuestas. Amén de las iniciativas jurídicas que puedan elaborar los legisladores para sancionar con rigor a quienes incurran en la violencia física contra las mujeres, se impone también una solución, no inmediata, que servirá como base necesaria para una conciencia que se esparza por el mundo e ilumine, como lo hizo hasta hace algunos siglos, las mentes de todos los hombres: feminizar la sociedad. Que la mujer aporte sus cualidades, dones y aptitudes sin miedo a ser ella misma, revalorizando sus inclinaciones naturales, alejada de toda mal interpretación de igualdad respecto al hombre que más bien le llevaría a fomentar una falta de aprecio hacia lo que le es propio. El llegar a ser madre y educadora de sus hijos no es incompatible con la práctica profesional. La mujer debe estar segura que tiene mucho que aportar a la sociedad con todo el potencial que le es propio (sensibilidad, sagacidad, arrojo, valor, fuego, ayuda, acogida…) así como al núcleo familiar (la educación, la atención, el amor…). Nunca se entra por la violencia dentro de un corazón. La no violencia es un sí a la conciencia del valor de la mujer en sí misma y de su idoneidad, competencia y genio. Qué atinados aquellos versos de Lope de Vega: Quien de las mujeres dice villanos atrevimientos, no culpe por una ingrata lo que a mil buenas debemos; porque diciendo verdades, que les debemos es cierto el gusto, cuando vivimos, la vida, cuando nacemos, el dolor, cuando nos paren, cuando nos crían el pecho, el honor, cuando son castas; y si nosotros queremos servir con ellas a Dios aun les debemos el cielo. Jorge Enrique Mújica, LC