Vamos a celebrar la fiesta del Corpus Christi. Una fiesta en la que el Señor nos permite descubrir cómo la Iglesia debe vivir de la Eucaristía siempre. ¡Qué fuerza tiene la Eucaristía para la familia! Cuando la familia, como pequeña iglesia doméstica, se descubre en toda su profundidad, aparece tal belleza en cada uno de sus miembros y en todos en conjunto que, también a través de todos y de cada uno, se introduce el ser y la manera de hacer de Jesucristo en todas sus relaciones y en todas las articulaciones sociales donde se hacen presentes sus miembros. Es muy importante ver y contemplar que gracias a la Eucaristía, corazón de la Iglesia, ésta siempre renace de nuevo. Gracias a la Eucaristía nacen nuevas formas y expresiones que vigorizan la vida y el anuncio del Evangelio. Y es que al recibir al Señor se crea una red en la comunidad, sea familiar, parroquial, diocesana o en toda la Iglesia universal, que nos transforma en un solo cuerpo que abraza a todo el mundo. Sí, tenemos el mismo atrevimiento de Dios, el de abrazar a todo el mundo. La Eucaristía instaura la novedad más grande y manifiesta el derroche de amor que Dios tiene con nosotros. Pero también el que nosotros podemos dar si dejamos que sea Él quien vive en nosotros.
El domingo pasado, me impresionaba de un modo especial el Evangelio de Juan (Jn 3, 1618), cuando decía que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno… sino que tengan vida eterna”. ¡Cuántas cuestiones me pasaron por la cabeza meditando estas palabras! Desde ver lo que sucedería entre nosotros si todos los hombres supieran que Dios nos ama, hasta que tuviesen tiempo para contemplar y ver cómo nos amó en su Hijo Jesucristo. Además, un amor expresado en un Dios que se hace uno de tantos como nosotros, y que así nos da a conocer quién es Dios o, mejor, el rostro verdadero de Dios, que se ocupa de todo lo que el ser humano necesita para vivir, hasta hacernos ver y descubrir quién es el hombre. Un Dios que tiene rostro humano y que sale por este mundo buscando a todos los “heridos”, que nunca olvida a nadie. Que, precisamente, se ha quedado entre nosotros para decirnos que lo que Él hizo también lo tenemos que hacer nosotros. Incluso, no nos deja a merced de nuestras fuerzas para salir y curar, sino que Él se ha quedado entre nosotros, ha querido prolongar el misterio de la Encarnación en el misterio de la Eucaristía, alimentándonos de Él y siendo uno en Él, para regalar su Vida a todos los hombres que nos encontremos por el camino. Se hace realidad eso que nos decía el Señor el domingo pasado: “Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Este domingo, cuando salgamos a la procesión del Corpus, recordemos al Señor que nos dice: Soy tu alimento de vida eterna, aliméntate de mí, así vivirás por mí y harás las obras que yo hice. Lo mismo que Jesús vivía por el Padre, así nosotros tenemos vida por Él.
¡Qué bien nos recordaba el Papa San Juan Pablo II la correlación entre la Eucaristía que edifica la Iglesia y la Iglesia que hace a su vez la Eucaristía! Y es que la Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado a ella en el sacrificio de la Cruz. Y puede la Iglesia hacer la Eucaristía por la donación que Cristo ha hecho de sí mismo, “Él nos ha amado primero” (1 Jn 4, 19). La centralidad de la Eucaristía se tiene que hacer evidente en la vida de todos los cristianos, en la celebración de la Cena del Señor y en la adoración silenciosa del Santísimo Sacramento. ¡Qué importante es siempre, pero más aún en tiempos de renovación de nuestra vida cristiana, vivir la Eucaristía como fuente y culmen de nuestra vida! Os aseguro que la Eucaristía celebrada y adorada nos mueve radicalmente a los cristianos a pensar, hablar y actuar en el mundo, haciendo presente el significado salvífico de la muerte y resurrección de Jesucristo, pudiendo así renovar la historia, la vida personal y colectiva, y vivificando toda la creación.
Cuántas veces he pensado en las procesiones del Corpus Christi que debiéramos preguntarle al Señor, mientras le acompañamos, la misma pregunta que le hicieron los primeros discípulos: Señor, ¿dónde quieres que te preparemos sitio para la Eucaristía? Seguro que el Señor nos diría lo mismo que dijo a los primeros, salid a las calles, id a donde están los hombres y gritadles: ¡venid! ¡venid! Está aquí quien dice lo que somos y nos invita a preparar lugares grandes donde entren todos. Salid a la calle, pero salid con el corazón grande que Jesucristo hace cuando vivimos en comunión con Él. Esto es lo que sucede cada vez que celebramos la Eucaristía. Los que estamos allí asistiendo a la celebración posibilitamos, si es que vivimos según lo que allí acontece, hacer de la Iglesia una sala que es el mundo entero, en la que todos los hombres y mujeres entran y a todos les damos lo que nos ha dado Jesucristo, su Amor y su Vida. ¿No os parece importante asistir a esta fiesta? ¡Cuántas personas alcanzarían la dignidad que perdieron por no hacer en este mundo salas grandes!
La Eucaristía es una escuela de Amor. Escuela del Amor más grande. En la Eucaristía aprendemos a dar la vida y a no guardarla para nosotros mismos. Aprendemos a darla por todos los hombres sin excepción. Y, además, es el Señor el maestro que nos enseña dándose Él por amor a todos los hombres hasta la muerte. ¡Qué bueno es celebrar la Eucaristía y preparar sitio para todos los hombres! Muy especialmente, buscar y hacer sitio para quienes se sienten excluidos, rechazados, maltratados, no reconocidos, ausentes en el concierto al que Dios nos ha convocado a todos los hombres. Es bueno mientras vamos acompañando al Señor decirle: “Señor mío y Dios mío”. Hace dos años os escribía una carta pastoral que titulé “Dadles vosotros de comer”. Os comentaba la multiplicación de panes y peces. Cuando el Señor, ante aquella multitud, dice a los discípulos “dadles vosotros de comer”, enseguida responden que no tienen más que “cinco panes y dos peces”. Era cierto, con eso en sus manos era imposible dar de comer, como es imposible meter en una habitación de tres por tres a cien personas. Pero en las manos del Señor aquello “poco” se convierte en un derroche de Amor: Él, con “cinco panes y dos peces”, hace que coma una multitud. Y es que la Eucaristía dilata el corazón hasta hacer posible que entren todos los hombres en mi corazón. Por todos doy la vida, me preocupo y ocupo.
Contemplando el misterio de la Eucaristía, vemos el don sublime que es Jesucristo para todos los hombres. Entendemos en la Eucaristía la iniciativa de Dios, que nos invita a que la tengamos todos nosotros, una iniciativa que modela y da valor a toda respuesta que hemos de dar los humanos. La Eucaristía es el don por excelencia, es el don de sí mismo de Dios a favor de los hombres, es el don de su santa humanidad y de su obra de salvación. En la Eucaristía aprendemos a vivir la caridad, nuestra vida se hace caridad, se hace amor y no un amor cualquiera. Es el de Dios mismo, que se entrega sin límites y sin medidas. Es derroche de amor, como nos enseña el Señor a hacer en el lavatorio de los pies a los discípulos: “Como yo os he amado, así también vosotros amaos los unos a los otros” (Jn 13, 34). Llamados a vivir en comunión con Jesucristo, Él nos sigue diciendo hoy: “haced esto en conmemoración mía”. Y hacerlo trae la verdadera esperanza al mundo. Envueltos en el misterio de la Eucaristía salimos al mundo a anunciar el Evangelio.