El discurso de Felipe VI ente las Cortes vino a ser una declaración de principios de su reinado, el programa de la Monarquía renovada que pretende encarnar. Por eso me llamó gendemente la atención su impecable formulación laica.
Dentro de su brevedad tocó casi todos los palos de la política nacional e internacional de esta España del siglo XXI, incluso se refirió a la bobadita del medio ambiente y hasta un ligero toque feminista cuando se comprometió a “afianzar el papel de la mujer”.
Reiteró que quería ser el rey de todos los españoles, pero, al parecer, más de unos que de otros. Como en la novela de George Orwell, Rebelión en la granja, todos eran iguales, sólo que unos lo eran mucho más que otros.
No tuvo una sola palabra de reconocimiento, ¡ni una! del papel fundamental que desempeñó la Iglesia a lo largo de los siglos en la vertebración de la sociedad española y la configuración de esta nación llamada España. Tanto o más importante que el de la propia monarquía, que siempre fue católica, desde la conversión de Recaredo (año 587).
Transmitió su “cercanía y solidaridad a todos aquellos ciudadanos a los que el rigor de la crisis económica ha golpeado duramente hasta verse heridos en su dignidad como personas. Tenemos con ellos el deber moral de trabajar para revertir esta situación y el deber ciudadano de protección a las personas y a las familias más vulnerables”. Se olvidó, sin embargo, de reconocer el inmenso esfuerzo y ayuda que presta la Iglesia a ese sector maltrecho de la población, para mitigar sus graves carencias.
Cierto que la Constitución vigente proclama (art. 16.3) que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, aunque “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y las consiguientes de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. El nuevo rey pasó por alto este dato. Ninguna referencia a los sentimientos religiosos de la mayoría de los españoles.
En la jura del cargo no hubo ni una Biblia, o unos evangelios, o un crucifijo. Nada de nada. Todo signo religioso excluido de aquella ceremonia. El laicismo más puro y duro. Ítem más: ni una misa de inicio del reinado ni un Te Deum dando gracias a Dios y pidiendo la asistencia del Espíritu Santo a su difícil tarea. Acaso el nuevo monarca y su augusta esposa y antigua colega no lo estimen necesario. Deben considerarse espiritualmente autosuficientes.
En EE.UU., la primera de las democracias modernas, paradigma de aconfesionalidad y modelo que han seguido después todos los que se tienen por demócratas, los presidentes, así como otros altos dignatarios juran, con la mano puesta sobre la Biblia, la asunción de sus funciones. También estamos hartos de ver en las películas que los acusados en un juicio, y los testigos, tienen que jurar con la mano sobre la Biblia “decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad”.
La Monarquía, vista desde un punto de vista conceptual, no tiene acomodo en un régimen democrático. En él, todo poder y mando emana del pueblo. O lo que es lo mismo, en la democracia no caben los derechos, prerrogativas o privilegios hereditarios, transmitidos de padres a hijos, en el disfrute de la más alta magistratura de la nación.
Sin embargo, el derecho público admite la excepción de la monarquía por dos motivos o causas. Una de carácter práctico: favorece la estabilidad institucional en la jefatura del Estado, al sustraerla de las luchas y rivalidades de los partidos políticos, Otra de fundamento histórico: mantiene las tradiciones y costumbres de un país, fuente de consenso social.
Pero si la tradición vale para la pervivencia de la Corona, vale igualmente y con mayor razón para la presencia de la religión, en nuestro caso católica, en la vida pública. España no es un país laico y mucho menos laicista. Es de tradición y mayoría ampliamente católicas, a pesar de los esfuerzos que se hacen desde diversas instancias para borrar la fe y los sentimientos religiosos de la gente. Si el nuevo rey y su esposa quieren sumarse a esta corriente, será cosa de tomar nota de ello.
¿Qué han querido transmitir con sus gestos de desapego a la Iglesia católica? ¿Un guiño a los republicanos de barricada que ahora proliferan en nuestros lares? Pues van listos. Esos le darían una patada en sálvese la parte en cuanto tuvieran una mínima oportunidad, como hicieron a su bisabuelo los advenedizos de la II República, la mayoría de ellos monárquicos hasta la víspera. Ya se sabe: cría cuervos y te sacarán los ojos.
De todos modos, es mejor así. Las churras por un lado y las merinas por otro. A la Iglesia le favorece distanciarse del poder y el boato políticos. Para llevar a cabo su función apostólica, asistencial, educativa, etc., le basta con que no la persigan. Pero si la ningunean y la marginan, que no vengan después los poderosos en apuros a pedir árnica. Nosotros no tenemos que ser bomberos políticos. Y menos de aquellos a quienes tendemos la mano y la rechazan o nos la muerden.