Si en lugar de ver con los ojos pudiéramos ver con todas las partes de nuestro cuerpo, seríamos incapaces de observar nada en concreto, de centrar nuestra mirada en lo esencial. En definitiva, dejaríamos de ser aptos para sobrevivir sin la tutela de una especie superior. De poco servirían los exegetas de las pandemias y el esfuerzo ímprobo de toda la sanidad de un país. Si algo ha puesto de manifiesto la crisis epidemiológica del coronavirus ha sido el patético elixir que sostiene la globalización, eso que los mariachis de la política moderna llaman “aldea global“. Una deriva suicida basada en la sustitución de la religión por la mitología social, dejando a las naciones europeas huérfanas de instinto de supervivencia.
El Papa Francisco notó que la globalización solamente era viable si no fagocitaba las identidades de los pueblos: "Si la globalización busca hacernos a todos uniformes, disolver la riqueza, y la particularidad de cada pueblo, tiende a uniformar todo, en lugar de poner en valor las culturas las historias, las tradiciones”. Haciendo caso omiso, la mitología social con patente de corso globalista no sólo usurpa el altar, también anula las singularidades de los pueblos y desactiva su instinto de supervivencia. No hay otra manera de entender cómo el coronavirus se ha propagado en media Europa entre sonrisas y displicencias decadentes para acabar poniendo en jaque a los mitómanos de Bruselas. Aun así no cesan en todas las bancadas oficiales los ditirambos a la globalización como el gran maná generador de riqueza y progreso. Algo asombroso, dadas las circunstancias del destrozo económico y social que va a causar la dichosa pandemia.
Como la ausencia de realidad es el mayor virus del hombre globalizado, bien le vendría el adagio de que "quien no es alumno de la realidad solo podrá aspirar a maestro de la ilusión“. Maestros de la ilusión como Karl Popper y su sociedad abierta, cuya supuesta gran lección fue enseñarnos que la tolerancia era la madre de todas las virtudes, se convirtieron así en su día en próceres de la mitología social posmoderna. Y como era de esperar, la ideología es el peor alumno de la realidad y el mejor maestro de la ilusión. Lo han tenido muy en cuenta los países gobernados por “la ultraderecha” (verbigracia Polonia o Hungría), naciones que a Popper le darían un dolor de muelas agudo, pero que han puesto sin contemplaciones cerco al virus, y por cierto han continuado con las misas y hasta los párrocos doblando turnos en Polonia, ahí es nada.
Captura de pantalla (20 de marzo) del seguimiento estadístico mundial de la pandemia de coronavirus: Polonia se encuentra hacia el final de la segunda columna, Hungría en la cuarta columna móvil.
Idénticas contemplaciones ha tenido el virus para llevarse por delante el mantra de Popper, dando lugar al cierre de fronteras y al confinamiento de la población, mientras causa pavor en las sociedades abiertas. Paradojas del destino.
Los contrastes no acaban ahí; bajo el dulce yugo de la sociedad abierta, el gobernante, en su impagable papel de mariachi del globalismo, obedece a los grandes medios, que supervisan sus movimientos pasando revista con los correspondientes test de lacayería (no vaya ser que se desmadre y le dé por emular a "la ultraderecha" cuando arrecian las pandemias). Solo cuando se masca la tragedia el gobernante reo de la sociedad abierta tiene vía libre para tomar medidas impopulares, que automáticamente los medios de masas convierten en populares, como premio al buen lacayo.
Asimismo, no es casualidad que los países europeos menos afectados por la pandemia sean países aferrados a Dios y carentes del yugo de la mitología social y del miedo a los medios pescadores de lacayos.
A la vista de la gravedad de los hechos, resulta más fácil proteger la tradición con simples muros que la sociedad abierta aun acorazada con sistemas sanitarios de primera. Desde la Cristiandad, el pensamiento cristiano edifica puertas y ventanas con las que divisar los peligros del espacio exterior; sin embargo, desde la soberbia del espacio exterior (hogar por excelencia de la sociedad abierta) no se detectan vínculos interiores otorgados por la gracia divina, ni enemigo al que arrostrar. Exactamente así es el espécimen globalista: siguiendo las indicaciones de Popper, renuncia al temor de Dios para acabar aterrorizado por el coronavirus, al que los intolerantes de "la ultraderecha" dieron con la puerta en las narices.