Tras haber leído atentamente, y compartir, la bella página de Marcello Veneziani en el «Giornale» (11 de mayo de 2014) sobre el cuarenta aniversario del referéndum sobre el divorcio, una frase escrita por él hacia el final me ha dejado, sin embargo, perplejo: «Considero sabio, humano y realista que la Iglesia acoja a los divorciados. Una cosa es condenar el divorcio, la otra condenar a los divorciados».
El equívoco, aquí, es el de siempre: el «divorcio» no existe, es un lema jurídico, existen los divorciados, personas concretas. Y la Iglesia no rechaza a estas personas. La Iglesia, o mejor, la doctrina católica, no tiene interés en el matrimonio-contrato, institución pública que hace referencia al Estado y que, en mi opinión y visto el camino que lleva, sería tal vez mejor reducir dejando en paz a los funcionarios municipales: quien quiere emparejarse que lo haga con quien le plazca sin implicar a las instituciones y dirigiéndose para ello a notarios privados. No, la Iglesia se ocupa sólo del matrimonio-sacramento. Éste, dice el catecismo, tiene sólo dos ministros: los novios. El sacerdote sirve sólo para añadir la comunión (que es otro sacramento).
Ahora bien, un sacramento (y los sacramentos son siete) existe o no existe. Por ejemplo, el bautismo. Si has sido bautizado ya no puedes volver atrás: eres cristiano. Puedes dejar de comportarte como tal y puedes incluso solicitar, como hacen algunos fanáticos, que te borren de los registros parroquiales (una especie de “desbautizo”, una cosa de fanáticos ateos militantes). Pero sigues estando bautizado. Para siempre. En el plano terrestre, al no ser una señal marcada a fuego sobre el rostro no tiene ninguna consecuencia. Pero lo tiene en el plano sobrenatural, pero si no se cree entonces es algo completamente irrelevante: en el Más Allá, si existe (y existe) se verán la cartas.
Es lo mismo para el matrimonio-sacramento: o existe o no existe. Si existe, es para siempre. Lo mismo vale para los sacerdotes que ya no lo son: están reducidos al estado laical, en el sentido que no ejercen de sacerdotes, pero siguen siendo sacerdotes para siempre. El sacramento matrimonial, de entre los siete, es el único que causa problemas, porque implica a dos personas, no a una sola. Por esto, es importante el consenso, cum sensum o un sentir igual. Para que el sacramento exista es necesario decir «sí» a un montón de cosas: la persona elegida, la indisolubilidad, la educación cristiana de un número potencialmente impreciso de hijos, la fidelidad hasta el heroísmo.
Ciertamente, el hombre actual, víctima de la civilización de lo fatuo, a menudo da el consentimiento sobre todo al vestido blanco, a la fiesta con la familia, las fotos, el pastel, pero no al resto. Por esto, es cada vez más probable que el sacramento no exista por defecto de consenso. La Iglesia, de hecho, con la Sacra Rota (que no es un tribunal y se llama así sólo porque en la sede romana hay un bajorrelieve con forma de rueda) verifica si el consenso (plenamente consciente) existe y, por tanto, también existe el sacramento. Si no existe, se limita a declarar que el matrimonio es nulo. Nulo, no “disuelto” o, como dicen los periodistas, “anulado”. Pero si existe, debe abrir los brazos. Si no existe y uno, después, quiere volver a intentarlo con otra pareja, la Rota lo somete a un severo examen para asegurar que esta vez se sepa de verdad lo que se hace. Precisamente porque un sacramento es eterno.
Ahora bien, todo esto no tiene nada que ver con el caso de los divorciados vueltos a casar. El punto es otro. La doctrina cristiana prohibe la fornicación. También a quien no está casado. Por tanto, no puede dar la comunión (otro sacramento) a quien vive en estado de pecado mortal (ver catecismo). Esto es. Que un cardenal alemán levante la cuestión y que sus dudas teológicas encuentren amplio eco en los medios de comunicación no tiene ninguna importancia. Pero la Iglesia no puede dar la comunión a los que viven en concubinato, punto y basta. La comunión se da a quien se aparta de una situación de «pecado» y sinceramente promete no volver a ella. Se admiten las recaídas pero no la cronicidad estructural.
Si la Iglesia cambiara este punto, admitiría que la doctrina de Cristo no existe sino que la ha inventado ella y, por tanto, puede hacer de ella lo que quiera. Es verdad, es difícil vivir como cristianos católicos, cada vez lo es más. Pero no es obligatorio, nunca lo ha sido. ¿Qué se diría de una persona que después de haberse inscrito en un club de bridge pretendiera cambiar las reglas por otras distintas porque las encuentra muy duras? Pues que vaya al club de la escoba y todos tan contentos.
Artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.