El Catecismo Youcat, a la pregunta sobre quién pertenece a la Iglesia Católica, responde así: “Pertenece a la plena comunión con la Iglesia Católica quien se vincula a Jesucristo en unidad con el Papa y los Obispos mediante la confesión de la fe católica y la recepción de los sacramentos” (nº 134). Esta relación necesaria con el Papa y los Obispos me parece una consecuencia bastante lógica de los siguientes textos evangélicos: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28,20) y “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18), “Yo he rogado por ti, a fin que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22,32), lo que significa que Cristo confía a Pedro y a su Iglesia la misión de conservar siempre fielmente su doctrina.
Una consecuencia lógica de esta misión es la infalibilidad del Papa, ciertamente restringida, como afirma la propia doctrina de la Iglesia, a muy pocas ocasiones. El Concilio Vaticano I lo expresa así: “Con aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cátedra, esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y las costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres” (D. 1839; DS 3074). Por su parte el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “El grado supremo de participación en la autoridad de Cristo está asegurado por el carisma de la infalibilidad. Esta ‘se extiende a todo el depósito de la revelación divina’; se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas” (nº 2035).
La plena comunión con la Iglesia exige la aceptación de su doctrina, que ha de ser plena y total cuando se trata de dogmas de fe, que se refieren a las “verdades contenidas en la Revelación divina, o verdades que tienen con éstas un vínculo necesario” (CEC, 88). Son dogmas los contenidos en el Credo, y algunos otros, expresados como tales, por el Papa y los Concilios, como la presencia real de Cristo en la Eucaristía. La posibilidad de incurrir en error no existe en los principios doctrinales sancionados por una solemne declaración del Papa o de un Concilio Ecuménico, o bien anunciados por el magisterio ordinario como principios que hay que aceptar con absoluto asentimiento de fe.
En cuanto a las enseñanzas doctrinales que no son dogma de fe, nos dice La Lumen Gentium en el nº 25: “Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo”.
Esta misma obediencia hay que dar a la enseñanza moral de la Iglesia. También aquí hay diversos grados de importancia. Por eso cuando hoy he hablado en la Iglesia de las ya inminentes elecciones europeas, y como un sermón no es un mitin, he pedido a los fieles cristianos que no voten a partidos que se caracterizan por su odio a la Iglesia, y tengan en cuenta las recomendaciones de Benedicto XVI sobre los valores principales que hemos de defender: “En efecto, el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables” (Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis nº 83).
Quien defiende el aborto o la eutanasia, o la legislación antifamiliar, no es desde luego un buen católico, sino todo lo contrario, y su vinculación con la Iglesia es, en el mejor de los casos, muy, pero que muy débil.