La sugerencia del cardenal Kasper, alemán, presidente emérito del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, de estudiar la posibilidad de admitir a la comunión eucarística a los divorciados y vueltos a casar, ha suscitado una viva controversia en ciertos sectores eclesiásticos. Por un lado están los partidarios de la misericordia, y por otro los defensores de la integridad sacramental, quienes recuerdan que los sacramentos de la Iglesia no son susceptibles de “rebaja” o alteración dada su institución por el mismo Jesucristo.
Por supuesto, yo no voy a meter baza en este debate de altura teológica porque me considero del todo incompetente en la materia, pero sí quisiera referirme al estado actual de la familia, de la que sé no poco y muy gratificante pese a sus inevitables altibajos.
Mucho me temo que la cuestión planteada por monseñor Kasper llega tarde, quiero decir, que a pesar del sufrimiento de los matrimonios en situación canónica irregular que desearían, lógicamente, una solución caritativa –amorosa- por parte de la Iglesia a su problema, la marcha de los acontecimientos, del frenesí del mundo enloquecido en el que vivimos, sitúa en un segundo plano la aflicción de estos hermanos en la fe.
Lo que hoy realmente debe preocuparnos en primer término es el futuro de la familia, que a mi modo de entender lo veo muy oscuro. Miremos a nuestro alrededor, en nuestros amigos y vecinos, incluso dentro de nuestras propias familias, y comprobamos que el rechazo al matrimonio canónico, al matrimonio “para toda la vida”, es casi unánime. Hoy lo que se lleva es el “ajuntarse”, el amancebarse, el vivir “en pareja”, desdeñando todo compromiso formal y, con mucha frecuencia, la negación a la descendencia. Si acaso un hijo, uno sólo, no más, en particular para satisfacer el instinto maternal de las mujeres.
La misma informalidad de esas parejas que, como toda pareja, formal o no, está sometida a los vaivenes de la convivencia en común, las hace sumamente frágiles, inseguras, quebradizas, propensas a la ruptura, al trauma del divorcio a veces por motivos nimios, creando un mundo de seres desorientados e infelices abocados a toda clase de dramas.
¿Quién fomenta estas corrientes degradantes y perniciosas? No lo sé. Lo sospecho, pero a ciencia cierta no lo sé. Veo no obstante ciertos hechos, lo puede ver cualquier persona con ojos en la cara y quiera verlo, como, por ejemplo, la renuncia al matrimonio, constituyen una gran amenaza para la estabilidad familiar y, por consiguiente, la estabilidad social, dado que si la familia estable se descompone y desaparece, la sociedad correrá la misma suerte, con todos los males que ello puede traer consigo.
Otro hecho que actúa contra la familia regular, es la homologación del mal llamado “matrimonio” homófilo al matrimonio verdadero, con lo que se pretende, no sólo “normalizar” legalmente lo que por naturaleza es anormal, sino banalizar, desfigurar el concepto de matrimonio, según lo entiende, no sólo la religión, sino las mismas leyes naturales. El matrimonio es la institución natural que tiene por fin, además de consagrar el amor entre los esposos, la conservación de la especie a través de ese amor precisamente. Y ello es imposible de conseguir con la unión homófila.
Sin embargo, ahora estamos, en Europa y en América del Norte, bajo la dictadura del corporativismo gay y la ideología de género, que forman parte del mismo paquete corrosivo dispuesto a disolver las instituciones firmes que sostenían la civilización occidental. Lo hemos visto en el último festival de Eurovisión, ese evento cutre y decadente, donde un tío con toda la barba, disfrazado de mujer, que se hace llamar Conchita, ganó la cosa, no por su voz, sino por su condición de afeminado, género que abunda en el mundo del espectáculo, TVs incluídas. Salió a provocar o a exhibir su condición, y consiguió plenamente su objetivo, con el apoyo de muchísimos cofrades. El tal Tomás, que es su nombre real, aunque se haga llamar Conchita, dijo al terminar aquel ruido, “no nos pararán”. Y, en efecto, están lanzadísimos, y no pararán hasta subvertir el orden natural de la sociedad imponiendo a todo el mundo la hegemonía de su estilo de vida.
Hemos vuelto, al cabo de miles de años, a Sodoma y Gomorra. ¡Todo un progreso de civilización! ¿Es un augurio alarmista infundado por mi parte? Bueno, el tiempo dirá. En todo caso, menuda papeleta tiene por delante el próximo sínodo de los obispos sobre la familia.