Hace un par de días, coincidiendo con el fallecimiento de su madre, José María Juncadella refería a los lectores de ABC una anécdota oprobiosa. Invitada por el Instituto Cervantes de Nueva York, una personalidad de las letras iberoamericanas quiso disertar sobre la obra de Mercedes Salisachs; el Ministerio de Cultura fue consultado (¿por qué y por quién?) y la respuesta fue tajante: «De esta señora no queremos saber nada, es de derechas y además muy religiosa». Ocurría esto hace unos pocos años, durante la etapa zapateril (aunque sospecho que también podría ocurrir hoy mismo). Si en España quedara un ápice de honor, el ministro Wert y el académico García de la Concha ya tendrían que haber iniciado una investigación interna para determinar, en primer lugar, si la afirmación del señor Juncadella es veraz; y, si lo fuere, tendrían que iniciar un proceso sancionador que inhabilitase para el desempeño de funciones públicas a toda la gentuza que participó en aquella ignominia, despojando de sus cargos a quienes todavía los mantengan e impidiendo que quienes ya no los mantienen vuelvan a beneficiarse de los presupuestos públicos en toda su piojosa vida. Pero España es un país sin honor, donde se permite que la gentuza más sectaria pueda pavonearse impunemente, mientras una escritora abnegada y venerable que ha brindado lo mejor de sí a los lectores durante casi setenta años es condenada al ostracismo.
La excusa que aquella gentuza empleó en su día para impedir que se pronunciara una conferencia sobre la obra de Salisachs es la misma que –de forma tácita o declarada– se ha esgrimido (con gobiernos de izquierdas y de derechas) para impedir que Salisachs recibiera un solo premio literario oficial en su vejez. El Ministerio de Cultura, que es algo así como una versión encopetada de la beneficencia pública, reparte cada año –a modo de sopa boba– una pedrea de premios entre los plumíferos más bodriosos; y luego está el premio gordo, que infama la memoria de Cervantes con un repertorio de pelmazos jeroglíficos, tanto autóctonos como transoceánicos, que provoca mareos. Sin embargo, la escritora más longeva de España nunca recibió ninguno de estos premios oficiales, ni siquiera una pedrea modesta; y no fue porque escribiera mejor o peor, ni siquiera –me atrevería a añadir– porque fuese de derechas, sino porque era muy religiosa. Y a todos los chupópteros que maman del presupuesto público jamás les tembló el pulso por excluirla, porque ser «muy religioso» en la república española de las letras es como ser leproso en época de Jesucristo.
Por ser muy religiosa, la leprosa Salisachs fue ninguneada en la república de las letras e ignorada en los premios oficiales; de tan enconado modo que sus paisanos catalanes no tuvieron sino que sumarse al veto centralista. Pero toda esta patulea que maneja el cotarro cultural, por muchos premios que haya quitado a Mercedes Salisachs, no pudo quitarle aquel entusiasmo sagrado que desafiaba las injurias de la edad, aquella manera que tenía de amar su oficio como la propia vida, con abnegación y júbilo, con esa felicidad monda y lironda que no pone reparos ni condiciones, que se dona y se gasta hasta el último aliento. Y tampoco podrán quitarle la única gloria verdadera, que es la gloria del cielo, mientras que ellos –sanguijuelas del presupuesto, garrapatas del sectarismo, sabandijas literarias que, como los eunucos, sabéis cómo se hace pero no podéis hacerlo, por falta de cojones y de talento– os vais a pudrir por los siglos de los siglos, olvidados de Dios y de los hombres, en el décimo círculo del infierno, que Dante no osó hollar, viéndolo concurrido por gentuza tan hedionda y excrementicia.
Artículo publicado en ABC.