En nuestro querido y viejo continente cada vez son más los que le llaman progreso a dejar a un ser humano morir de hambre y sed durante diez días. Me estoy refiriendo a Vincent Lambert, que falleció el pasado 11 de julio en el hospital de Reims (Francia). La larga duración de su agonía demuestra que no se encontraba débil. Creo que pocas personas en plenas facultades aguantarían diez días en esas condiciones.
Bastantes medios de comunicación han manipulado el asunto. Les llamaban ultras a los padres que luchaban por la vida de su hijo. Hablaban de un individuo en estado vegetativo, cuando el término que determinaron los médicos es de conciencia mínima. Esto se constata en los vídeos, donde se le ve perfectamente abrir y cerrar los ojos, y emocionarse tras decirle que le van a “desconectar”, palabra eufemística que significa hacerle morir de hambre y sed. “Para eso que le pongan una inyección letal”, me dijo una amiga cuando se lo conté. Pero es mucho mejor hacerlo de esta manera. Lo sedan y adelante. Miramos para otro lado y nuestra conciencia se queda tranquila.
Un bebé de dos días es ciego, no sabe andar, se hace las necesidades, es un completo minusválido. Pero a nadie se le ocurre dejarle sin comida ni bebida durante diez días hasta que muera. ¿Por qué en cambio con el caso de Vincent Lambert, y de otros, hay tanta gente que le parece bien? ¿Qué diferencia hay? Al menos Vincent Lambert sí podía ver.
La clave está en la utilidad. El bebé de dos días puede que aporte mucho a nuestro entorno, mientras que Vincent Lambert no parecía tener mucho futuro por delante y ocupaba una cama en un hospital.
El error que está cometiendo nuestra sociedad es precisamente ese, valorar todo en términos de utilidad y también de cómo se siente uno. Antes que todo eso está el ser. Un billete de 50 euros vale lo que vale independientemente de que esté sucio, pisoteado o arrugado. Nadie se lo cuestiona cuando se encuentra uno tirado en el suelo. Se va derecho a nuestro bolsillo. De la misma manera, un ser humano vale lo mismo independientemente de que sea un bebé, un anciano o esté enfermo, con el importante matiz de que el billete cuesta 50 euros y la persona tiene un precio incalculable.
Haber dejado morir de hambre y sed a Victor Lambert es tan grave como haberlo hecho con el último premio Nobel de Medicina. Yo diría que hasta más, porque el mensaje que les hacemos llegar a todos los enfermos, ancianos y minusválidos de Europa es que su vida no merece la pena, que son una carga. De hecho se les oye cada vez más a los ancianos decir: “Ya no sirvo para nada…” Se lo estamos transmitiendo con nuestro comportamiento y también en los medios de comunicación.
A todo esto le llaman progreso, pero progreso es hacer que las personas tengan una vida digna en todo momento. España, por cierto, está a la cola en cuidados paliativos, con 0,6 servicios especializados por cada 100.000 habitantes, una cifra muy alejada de las recomendaciones internacionales (dos por cada 100.000 habitantes).
Aunque más aún que en los cuidados paliativos haríamos bien en fijarnos en lo que nos proponen los monjes de la regla de San Benito, patrono de Europa y cuya fiesta coincide precisamente con el día en que murió Vincent Lambert. Se trata de la triple 'a': amar, acoger y animar. Si siguiéramos esa regla ya no encontraríamos sentido en prescindir de las personas que parece que son una carga para nuestra sociedad. Igual que nos esforzamos en recibir a ese bebe de dos días, haríamos lo mismo con aquellos a los que ya no les quedan muchos días o se encuentran en una condición más limitada.
Esperemos que la muerte de Vincent Lambert no sea en vano. Descanse en paz.