«¡Ah si rompieses los cielos y descendieses!» El grito del profeta Isaías atraviesa los siglos y el deseo de ver a Dios, como el deseo de no morir, reside en el corazón del hombre. El drama de muchos filósofos de la edad moderna, atormentados por la pregunta sobre la muerte y el destino último del hombre, es eludido por la cultura actual que, despreciando tanto el origen como el fin de la existencia humana, propugna una mentalidad hedonista donde el hombre es simplemente consumidor de placer y satisfacciones.
El caso de Nietzsche es emblemático porque, después de haber sido el adalid de dicho hedonismo, muere loco, enfermo de sífilis, firmando el último escrito con el nombre de Anticristo, signo de que la pregunta religiosa, aunque combatida con obstinación toda la vida, permanece en el fondo de la conciencia y en la hora oscura de la muerte vuelve a aparecer.
A esta pregunta la fe no responde con teorías filosóficas, sino con un Presencia. El antiguo deseo de Isaías encuentra en Cristo la plenitud de la respuesta. A Cristo no le basta vencer la muerte con su resurrección, sino que quiere que el hombre sea consciente de su participación en la victoria sobre el mal y la muerte. Como Cristo fue un verdadero hombre, así el hombre, en Cristo, participa verdaderamente de la divinidad: “sois dioses” canta el Salmo 82. La eucaristía es la Presencia de Cristo con nosotros, todos los días, es un alimento misterioso que nutre nuestra carne de eternidad.
Todo esto, que a muchos les podría parecer un deseo del alma creyente, una fábula bien orquestada durante siglos, encuentra en la historia de la Iglesia numerosas huellas que, frente a un mundo cientificista, representan una prueba de la Presencia.
Entre estas innumerables huellas hay una en Roma que tiene gran interés: se encuentra en la iglesia de Santa Prudenciana, una de las más antiguas de Roma. En este lugar, en 1610, un sacerdote que estaba celebrando la Santa Misa en la capilla Caetani fue asaltado por una duda atroz precisamente en relación con la Presencia Real de Cristo en la Hostia consagrada. La duda le hizo vacilar y la hostia cayó al suelo. Su asombro fue enorme cuando, al recoger la hostia, vio que en el mármol se había quedado impresa la huella del pan eucarístico. Huella que puede verse también hoy: la ligereza del pan consagrado, contra el peso específico de una Presencia capaz de marcar el mármol de manera indeleble.
Es interesante saber que la iglesia fue construida por el Papa Pio I en el año 145 d.C. sobre los cimientos de la casa del senador romano Prudente que, según los historiadores, tras convertirse a la fe cristiana acogió al apóstol Pedro. Prudenciana era hija de Prudente; ella, con su hermana Práxedes, solía ocuparse de los cuerpos de los cristianos martirizados limpiándoles la sangre
Prudenciana y Práxedes no murieron mártires, pero la memoria de ese gesto permaneció intacta en los siglos y, precisamente en la iglesia que recuerda su piedad, Cristo dejó la huella eficaz de su martirio; así la sangre honorada por esas antiguas cristianas confirmó en la fe, quince siglos después, al sacerdote que dudaba.
Que Cristo es una Presencia en la hostia, y una presencia racional e inteligente, lo testimonia otro milagro eucarístico, ocurrido en 1447 en Ettiswil, Suiza. El 23 de mayo una mujer joven, Anna Vögtli di Bischoffingen, robó una hostia magna, consagrada. En la huida se dio cuenta de que la hostia aumentaba de peso hasta convertirse en una carga insoportable, casi el peso de una persona adulta. Entonces la joven abandonó la hostia en un prado y huyó.
Algo más tarde llegó a ese mismo prado otra mujer, Margherita Schulmeister, que solía pasar por allí cada día con sus cerdos. Cuando llegó cerca del lugar donde estaba la hostia abandonada los cerdos se detuvieron y no hubo manera de hacer que siguieran su camino. Ignorante totalmente de lo ocurrido, la mujer pidió ayuda a dos hombres a caballo que pasaban por ahí en ese momento. Estos, al acercarse al prado, vieron fluctuar la hostia cortada en siete fragmentos, de los cuales uno central y los otros seis dispuestos en corola, como si fuera una flor. Llamaron entonces al cura, que recuperó los fragmentos, pero sólo los seis petalos porque el fragmento central cayó pesadamente y se hundió en el terreno de tal modo que no hubo modo de encontrarlo. El hecho se interpretó como la voluntad explícita del Señor de que se erigiera allí un Santuario eucarístico que todavía hoy podemos admirar.
De nuevo el milagro nos ofrece la imagen de una Presencia que tiene un peso en la historia, que exige que nos demos cuenta de ella y la veamos, que no se deja usar para fines desmerecedores de la fe y del Misterio. Una imagen que nos impulsa a reflexionar, a nosotros que cada día nos acercamos a la Eucaristía, y que tal vez no somos conscientes del todo de la Presencia que nos visita y del “peso” que ella debería tener en nuestra vida.
Artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.