No dejan de resonar, y será por mucho tiempo, los ecos de las canonizaciones de San Juan XXIII y San Juan Pablo II, dos hombres de Dios, dos amigos fuertes de Dios, que transparentaron en medio de nosotros el misterio de Dios: su bondad que no tiene límites; su misericordia que es tan rica y nunca se acaba. El Papa Bueno y el Papa de la Misericordia fueron canonizados precisamente en el domingo en que la Iglesia celebra la «fiesta de la Misericordia», del Amor misericordioso de Dios que desborda toda su bondad sobre los hombres, como hemos visto y palpado en el rostro humano de su Hijo Jesucristo. Pero no podemos olvidar que quien declaró solemne e infaliblemente la santidad de estos dos colosos, obra cincelada por el Espíritu de Dios, fue el Papa Francisco, testigo y anunciador incansable de la misericordia divina; y allí mismo, estaba también el Papa emérito, Benedicto XVI, que ocupaba «su puesto», en la concelebración tan bella como solemne, y profundamente religiosa y llena de fe y de la alegría de la fe.

He dicho que Benedicto XVI ocupaba «su puesto», el puesto que él ha elegido para sí desde el año pasado -su puesto de siempre- el «último puesto», el puesto de los que no han buscado ni buscan los primeros puestos, que no buscan otra cosa que servir, dar la vida, despojándose de sí mismo, como nuestro Señor, pasar desapercibidos, «como uno de tantos», diría, el puesto que deja a Dios ser Dios, en el que únicamente brille su gloria. Allí estaba él, en su sencillez, en su ocultamiento, en su despojamiento, en su kénosis, que está viviendo tan sinceramente, transparentando así que sólo Dios basta, que sólo Dios lleva la Iglesia, que es Dios quien opera la santidad de la Iglesia y de sus miembros. Allí estaba él, sin relevancia alguna especial, pero con el corazón puesto en Dios, elevado a Dios por la plegaria y la oración por toda la Iglesia, unido a la Iglesia, tan hecha presente en aquella plaza desbordada de San Pedro, en Roma, unido al gozo inmenso de la Iglesia por estos dos nuevos santos, dos sucesores de Pedro, que como Pedro mismo, «han dado razón de la esperanza» que nos anima, Cristo, «iniciador y consumador de nuestra fe». Allí estaba él, que con su despojamiento y sin ningún relumbre, con su silencio y su amable rostro, su mirada humilde y su tierna sonrisa nos estaba diciendo que lo único que importa es Dios, cuya bondad y amor, cuya santidad y gloria, se muestran tan grandes a favor de su Iglesia y de la humanidad entera en el testimonio de estos nuevos Papas canonizados, santos, que le han precedido en la sucesión de Pedro, y que nos recuerdan, una vez más, la vocación de todo hombre, la vocación de la Iglesia toda, su servicio principal, y su verdadera renovación no es otra que la santidad: vivir ese don de Dios de la santidad y que los hombres puedan participar de ella.

Presidía el Papa Francisco, que, desde el primer momento de su pontificado, nos está remitiendo y recordando a la misericordia de Dios. En la misma homilía de Eucaristía de las canonizaciones de San Juan XXIII y de San Juan Pablo II los consideró como «santos de la misericordia», y, en este sentido, dijo, una vez más: «San Juan XXIII y San Juan Pablo II» han tenido el coraje de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llamaradas y su corazón traspasado. No han tenido vergüenza de la carne de Cristo, no se escandalizaron de Él, de su Cruz; no han tenido vergüenza de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en toda persona sufriente veían a Jesús. Han sido dos hombres valientes, llenos de la parresía del Espíritu Santo, y han dado testimonio a la Iglesia y al mundo de la bondad de Dios, de su misericordia. Han sido sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. No han desconocido las tragedias, pero no han sido vencidos. Más fuerte, en ellos, era Dios; más fuerte era la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; más fuerte en ellos era la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte era la cercanía de María. En estos hombres, contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia, habitaba «una esperanza viva» junto con un «gozo indecible y glorioso». Es la misericordia de Dios lo que cambia el mundo; sólo esa misericordia de Dios es lo que cambiará el mundo que vivimos, tan necesitado de cambio, tan necesitado y con tanta urgencia de renovación profunda y duradera: uno y otro, cada uno de una manera, «han colaborado con el Espíritu Santo para restablecer la Iglesia y actualizarla conforme a su forma originaria, la fisonomía que le han dado los santos a lo largo de los siglos» (Francisco).

Todo aquel segundo domingo de Pascua, «domingo de la Misericordia», en el pasado abril, mes de la primavera, nos hacían revivir la «primavera» del Papa de la unidad, el Papa Bueno, transparencia Lde la bondad de Dios para todos, y apelación viva a que todos «seamos uno» como Cristo pidió amándonos hasta el extremo, aquella «primavera» que Dios mismo suscitó valiéndose de él de manera tan singular con el Concilio Vaticano II, y con su apertura de par en par de las ventanas de la Iglesia para que entrase en ella el aire fresco y renovador del Espíritu que hace nuevas todas las cosas y suscita la misión de la Iglesia para difundir la bondad de Dios, ponerla en pie para que salga, camine, dé pasos al encuentro de una humanidad que tanto necesita de la bondad de Dios, pasos que no fueron otros que los dados por los grandes pies del Papa, Juan Pablo II, «el Magno». Dios, con estas canonizaciones de dos santos, Papas, llevadas a cabo por el Papa Francisco, con la presencia del Papa Emérito, Benedicto XVI, nos ha marcado el camino: ése es el camino, el verdadero y único camino, que la Iglesia debe seguir para, con Jesús, el caminante de Emaús, conducir a la humanidad entera y guiarla por los caminos de la esperanza.

Dios habla, Dios actúa, Dios no nos deja en la estacada, y así nos lo muestran estos dos santos y sus canonizaciones respectivas -uno el Santo del Concilio, y el otro, el Santo de la familia-: son los santos, como ellos, dóciles al Espíritu Santo, de quienes Dios se vale, en los que Él actúa, para hacer crecer la Iglesia y para renovar el mundo haciendo posible que surja una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad del Evangelio de la caridad, de la misericordia, de la paz, de la unidad, de la esperanza.

© La Razón