Uno de los instrumentos más hábiles para hacer creer a las masas cretinizadas que viven en el mejor de los mundos posibles consiste en poner ante sus ojos calamidades lejanas (en el tiempo o en el espacio) que les impidan reparar en las calamidades presentes. Chesterton ya lo denunciaba hace un siglo, advirtiendo cómo se metía miedo a los católicos con los estragos causados por el comunismo en tierras remotas, para evitar que reparasen en los estragos causados por el capitalismo en sus hogares, en sus barrios, en sus ciudades. Esta matraca ‘asustaviejas’ sigue completamente vigente en nuestra época, en donde no hay demagogo con mando en plaza que no siga dando la tabarra con los crímenes de Stalin o Hitler; y así se evita que las masas cretinizadas reparen en los crímenes más finolis perpetrados por las ideologías vigentes. Cuando hablamos de ‘eugenesia’, por ejemplo, siempre pensamos en el plan Aktion 4 o en cualquier otra aberración nazi. Sin embargo, las técnicas de eugenesia nunca han estado más vigentes que hoy; y, sobre todo, nunca como hoy han sido aceptadas socialmente de forma tan pacífica, incluso entusias. Con razón afirmaba Aldous Huxley que, en nuestra generación, los amos del mundo descubrirían que el condicionamiento infantil sería mucho más eficaz como método de dominación que las cárceles y las cachiporras propias de los regímenes totalitarios antañones.
En Un mundo feliz, Huxley imaginaba que los principios de la producción de masas eran aplicados a la biología para crear personas ‘mejoradas’. Ese ‘mejoramiento’ del hombre, sin embargo, se presenta hoy como algo plenamente apetecible; y pronto será una variante más de la autodeterminación o ‘derecho a decidir’, con el que los modernos designan lo mismo al descuartizamiento de la patria común que al de niños gestantes. Sobre esta cuestión debatieron dos célebres pensadores alemanes, Peter Sloterdijk y Jürgen Habermas, a raíz de que el primero pronunciase una conferencia titulada Normas para el parque humano. En ella, Sloterdijk afirmaba que el humanismo tradicional se estaba quedando obsoleto frente a los descubrimientos de la neurociencia, que permitían desarrollar tecnologías que «transformaban las antiguas ideas sobre la naturaleza humana». Sloterdijk, fascinado por estos descubrimientos, llegaba a defender la manipulación genética, tras llegar a la conclusión de que la cultura humanista había fracasado y que la atracción por la barbarie del hombre contemporáneo no había hecho sino crecer. «¿Por qué no usar otros medios –entre los que podría contarse la manipulación genética– para promover esta domesticación del ser humano que no ha logrado el humanismo letrado?», se pregunta Sloterdijk.
Habermas salió al paso de las afirmaciones de Sloterdijk, considerando que la intervención genética perturbaría nuestra comprensión ética de la especie humana. Pues, al someter a los individuos a un proceso de manipulación genética, romperíamos con la plena autoría de su propia biografía. Es decir, si los padres actuaran en el proceso de elección de cualquier carácter genético, podrían proclamarse coautores de la biografía de sus hijos, menoscabando su autodeterminación e impidiéndoles ser autores plenos de su propia vida. Es un argumento completamente ridículo que, en lugar de atacar desde su raíz el concepto de autodeterminación, trata de poner parches en sus consecuencias funestas. Más o menos el mismo método siguen todos los patrioteros que se revuelven contra el secesionismo catalán, a la vez que aplauden todas las aberraciones de la autodeterminación humana hoy convertidas (o camino de convertirse) en derechos indiscutibles, desde el aborto a la eutanasia, pasando por el cambio de sexo.
El razonamiento de Sloterdijk es más lógico (aunque sea la suya la lógica del mal) que el de Habermas, quien sin embargo tuvo la lucidez de denunciar la emergencia de una nueva ‘eugenesia liberal’ que, a diferencia de la ‘eugenesia totalitaria’, ya no se mostraría a los pueblos como una sombría y deshumanizada imposición, sino como un euforizante adelanto científico. Y que, por ello mismo, sería infinitamente más peligrosa que la otra, como se percibía en la fascinación que Sloterdijk mostraba hacia ella. Y no le faltaba razón; pero su filosofía –como, en general, todas las filosofías modernas que han quitado a Dios de la ecuación– sólo puede poner remiendos inanes a las calamidades. Y, así, sólo nos resta rendirnos a las reglas del condicionamiento infantil y sucumbir subyugados a la eugenesia liberal. Mientras condenamos con horror y aspaviento –¡por supuesto!– todos los desmanes del fascismo y el comunismo.
Publicado en XL Semanal.