También esta vez, como ya había sucedido para Padre Pio o Mons. Escrivá de Balaguer, por no hablar del Jubileo del Milenio, lo primero es dedicar un agradecimiento a Marcello Piacentini. Sí, precisamente a él, la bestia negra de los arquitectos posfascistas, el hombre acusado de cada infamia porque era el jefe de fila de los trabajos de construcción del régimen. En realidad, Piacentini era, y siempre fue, un alto grado de la Masonería; no obstante, fue a él a quien Mussolini le confió los proyectos más importantes, como el «destripamiento» de San Pedro en el Tíber, para dar perspectiva y respiro a la primera basílica de la Cristiandad. Con el pico demolió la vieja «espina del Borgo» y nació la vía de la Conciliación. Despreciarla con desdén es, desde entonces, el deber ineludible de todo profesional que no quiere ser expulsado del propio colegio profesional.
Sin embargo, las tomas televisivas desde lo alto, el domingo, de la liturgia para la doble canonización eran elocuentes: gracias a este masón en divisa, la Iglesia puede ofrecer espacio a sus fieles en las ocasiones más importantes. Y no sólo por la creación de una vía rectilínea y amplia, sino también por la idea astuta de ampliar la capacidad de la elipsis de Bernini con la plaza Pio XII. El domingo tuvimos de nuevo la prueba, con la desbordante multitud que llegaba hasta el río, pues de otro modo no se sabe cómo habría podido caber en el gigantesco espacio del porticado. Se daba por descontado que llegaría una masa humana enorme para esta especie de inédito encuentro, entre el Cielo y la Tierra, de cuatro Pontífices, de los más populares y amados: dos Papas vivos que canonizaban a dos hermanos difuntos y no de una época remota, sino dos personas que ellos mismos habían conocido bien.
Es realmente singular: las estadísticas y los sondeos no tienen ninguna piedad cuando afirman el declive, según la visión humana, de la mayor de las Iglesias de la Cristiandad, que ha perdido (y en Occidente sigue perdiendo) fieles practicantes, clero, influencia social, e incluso prestigio, entre escándalos sexuales y económicos. La Compañía del Papa jesuita, que realizó las canonizaciones el domingo, desde la muerte de Juan XXIII, al que acaba de elevar a los altares, ha perdido la mitad de sus miembros. Y la hemorragia continúa, no compensada por «vocaciones» tercermundistas a menudos dudosas y frágiles.
Pero hay algo peor: tanto Pablo VI como Juan Pablo II - ¡sí, precisamente él! – se quejaron varias veces, y de manera dura, por lo que los jesuitas dijeron e hicieron después del Concilio, pusieron a la Compañía bajo investigación e incluso meditaron una segunda supresión, después de la que tuvo lugar a finales del siglo XVIII, propter bonum Ecclesiae. En lo que respecta al Papa emérito, en el momento de su ordenación sacerdotal en su Baviera natal era un ejemplo edificante para todo el mundo católico por su adhesión totalitaria a esa Roma cuyo nombre, ahora, produce en muchos alemanes, los bávaros los primeros, una violenta reacción alérgica. Media plaza de San Pedro, el domingo, estaba ocupada por polacos, ondeando numerosas banderas de color blanco y rojo, las diócesis habían organizado – para ellas era una cuestión de honor – columnas de autocares y flotas de chárteres. Pero, desde su Paraíso, el nuevo santo de la semper fidelis Polonia, como la llamaban, mira ciertamente con amargura a su amadísima patria, que se ha adaptado rápidamente al hedonismo, el consumismo y el agnosticismo de Occidente. La América del Sur del Papa Francisco, el continente católico por excelencia, la esperanza de la Iglesia, está pasando a ritmos impresionantes a manos de las sectas evangélicas que llegan de los Estados Unidos, con gran disponibilidad de medios y aversión hacia ese Anticristo que preside la nueva Babilonia: el Pontífice romano y su taller, al que llaman Iglesia.
Sin embargo, he aquí la paradoja: precisamente esta Iglesia – que quien la vive desde dentro a veces considera demasiado monótona, mediocre, falta de fuerza – atrae la atención creciente de todo el mundo, también de quienes están fuera de los tradicionales límites cristianos. La lista de las conexiones televisivas en vivo para la liturgia del domingo era impresionante: muchísimas, entre otras, las emisoras que habían pagado el oneroso peaje por los derechos no sólo en África, sino también en Asia, continente que – Filipinas y Corea del Sur aparte – es desde siempre refractario, si no hostil, a la predicación cristiana.
En los Estados Unidos, la cultura hegemónica que controla los medios que cuentan sigue siendo la de un protestantismo duramente anti-papista, fuertemente influenciado por un judaísmo liberal, por lo tanto normalmente no hostil, desinteresado en un catolicismo numéricamente fuerte y sin embargo, también en este caso, en declive de fuerzas y de prestigio. Pero he aquí que, en poco más de seis meses después de su elección, el Papa con el inédito nombre de Francisco ya había sido proclamado en los EE.UU. «Hombre del Año», con obligada portada en la publicación Time. No es un azar que si eres un astuto Dan Brown y quiere planificar un éxito de ventas a nivel mundial tienes que ambientarlo entre Papas, cardenales, monjes y palacios vaticanos.
Tal vez la paradoja encuentre, el menos en parte, un inicio de explicación precisamente en la gran liturgia del domingo. Una tropa diezmada y, en alguna región del mundo, incluso casi desbandada, tiene a la cabeza a generales extraordinarios. Utilizando una imagen no militar, sino evangélica, el árbol no está tan seco si sigue dando frutos que objetivamente, más allá de toda apologética clerical, tienen tal calidad que atraen hacia sí la atención, por no decir la admiración, de muchos hombres del mundo entero. ¿Qué institución tiene en su vértice a personas con historias personales y temperamentos tan distintos y, al mismo tiempo, de gran homogeneidad por su amplia cultura y por la coherencia de su vida con el pensamiento como (y nos limitamos sólo a la última posguerra) Pacelli, Roncalli, Montini, Luciani, Wojtyla, Ratzinger y, ahora, Bergoglio?
Alguno, dentro de la misma Iglesia, ha murmurado juzgando excesiva la serie de Pontífice recientes para los cuales se ha iniciado o concluido el proceso de beatificación y canonización. Como si el papado quisiera exaltarse a sí mismo: es la crítica que se ha dirigido sobre todo a la solemne liturgia de este domingo. Pero el hecho, por otra parte confirmado por el juicio del «mundo», aunque incrédulo y no cristiano, es que esos Pontífices merecen de verdad ser presentados a cada hombre de buena voluntad como ejemplos de personas que han buscado vencer el mal con el bien, contener el pecado y cultivar las virtudes. Empezando por ellos mismos. ¿Quién, sin importar cuál sea su fe o su incredulidad, no querría tener como amigo, como confidente, como ayuda espiritual en la dureza de la vida a un Juan XXIII o a un Juan Pablo II, ahora ya santos?
¿Pero también, digámoslo, a un Benedicto XVI o a un Francisco? La Iglesia puede desbandarse, pero Pedro muestra ser fiel al nombre que el proprio Cristo le dio: una «piedra» sólida, que sostiene la fe que en otros parece apagarse.
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)