Tras la desagradable sorpresa que tuvo lugar hace unas semanas por la participación en una misa “peculiar” del cardenal arzobispo de Viena, monseñor Christoph Schönborn, nos encontramos ahora con unas declaraciones suyas que ponen bien a las claras aquello que muchos otros pastores y fieles de hoy pensamos, pero que pocos tienen el valor de confesar. A saber, que gran parte del episcopado europeo dejó tirado a Pablo VI tras la publicación de la Humanae Vitae y que las consecuencias de esa irresponsabilidad pastoral han sido nefastas para todo el continente. En la historia moderna de la Iglesia, nunca un cardenal de tanta importancia como el austriaco había señalado tan directamente con el dedo acusador a toda una generación episcopal inmediatamente predecesora a la suya. Siendo cardenal, el Papa Ratzinger había lanzado duras críticas sobre la situación en la Iglesia tras el Concilio Vaticano II. Pero todo parece indicar que, aunque sea en un asunto tan concreto como la anticoncepción, Schönborn ha superado en contundencia al Papa alemán. Ha sido tan claro y se le ha entendido tan bien, que algunos de los obispos, ya retirados o a punto de retirarse, que formaron parte de esa generación, han protestado por la dureza de las palabras del cardenal. No es casual que monseñor Schönborn haya elegido este momento para expresarse de esa manera. Otro cardenal, italiano, ejemplo vivo del tipo de prelado acusado por el arzobispo vienés, ya retirado de la circulación y sin responsabilidad eclesial alguna, lleva cierto tiempo jugando a ser el verso suelto que hace las delicias de los que llevan toda su vida en el disenso eclesial. Me refiero a monseñor Martini, cardenal arzobispo emérito de Milán, eterno papable que se quedó sin papado por obra y gracia del Espíritu Santo, amén. A Martini no le gusta la Humanae Vitae. A Martini tampoco le gusta que la Iglesia no haya seguido por el marasmo del postconcilio. A Martini le encanta hacer uso de su prestigio de cardenal “progre” para decir, ahora que ya sabe que nunca será Papa, aquello que siempre ha pensado y que no decía antes tan claramente para no asustar a sus posibles votantes en un cónclave. O sea, el lobo se ha quitado la piel de oveja, pero ya no tiene dientes y sí recibe palos. Palo fue el que le dio el arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Rubén Aguer, candidato junto con Schönborn a suceder al frente de la CDF al enfermo Levada, y palo es el que recibe ahora desde la capital del antiguo Imperio austro-húngaro. Dudo que estas cosas se hagan sin el conocimiento y apoyo implícito del Vaticano. A las declaraciones del cardenal de Viena yo sólo añadiría un matiz importante. El desafecto de un parte muy importante del episcopado europeo, en el que está incluido el español, ante la enseñanza papal sobre la regulación de la natalidad, se dio igualmente en relación a la práctica totalidad de la fe católica y su liturgia. La formación en muchos seminarios fue dejada, literalmente, en manos de heterodoxos. Los abusos litúrgicos eran el pan nuestro de cada día en muchas diócesis. La promoción a las curias diocesanas de elementos desafectos a la sana doctrina supuso la sentencia de muerte del “ethos” católico en gran parte del rebaño. Los obispos no fueron los únicos pero sí los máximos responsables. A pesar de las muchas cosas buenas que han emanado del Concilio Vaticano II, la generación episcopal del postconcilio, por no decir la del concilio mismo, trajo con ella el desplome del catolicismo en el viejo continente. Eso no es discutible. Es un hecho histórico. Y si a eso unimos la nefasta influencia del protestantismo liberal en la Europa de religión reformada, las consecuencias han sido la paganización de la otrora cristiana Europa. Bien está que algunos altos prelados de nuestra Iglesia empiecen a llamar al pan, pan y al vino, vino. Sólo reconociendo dónde ha estado el error se puede abrir el camino hacia una metanoia que conduzca a una recuperación de ese “ethos” perdido. Toca empezar de una situación difícil, con un catolicismo genuino en franca minoría social. Pero es precisamente el cristianismo genuino, no adulterado con el concepto eclesial liberal de relación entre el evangelio y el mundo, el único que puede evitar que la civilización occidental, en especial a la europea, se despeñe por el abismo del fracaso derivado de haber renunciado a sus raíces para entregarse en manos de la cultura de la muerte. Europa, hoy más que nunca, necesita de una Iglesia fiel a su Señor, a su fe, a su Evangelio, a su Tradición; en definitiva, a sí misma. Luis Fernando Pérez Bustamante